En la metrópoli del nuevo bajo mundo…

La casa tiene un olor penetrante. El exceso de mujeres sobreperfumadas que se pasean durante horas por los corredores y las habitaciones; los restos escondidos de whiskeys, de colillas y de droga que consumen en las fiestas; los recuerdos mal borrados de sexo; el sudor que dejan los guardaespaldas y los amigos que se recuestan en los sofás cuando la aburrición, el sueño o la borrachera los domina. Y a esta mezcla, hay que sumarle la que le sobreimpone el servicio doméstico. Proviene de exóticos jabones de piso, camuflados con innombrables fragancias y ambientadores de marcas y efectos hasta ahora desconocidos en el medio. Por cualquier corredor -en un cruce- circulan como robots las extrañas criadas de rostros frígidos de tanto no querer ver nada (sin ningún sentido ni interés por la limpieza) haciendo vanos esfuerzos para ocultar los otros aromas. Primero repasan los pisos de madera y de baldosas con trapeadores impregnados de jabones -y de pronto con perfumes que ellas le agregan por su propia iniciativa. Después esparcen desbordantes proporciones de líquidos que caen con la suavidad de un paracaídas sobre las mesas, los muebles y en particular el piso, donde se suman y concentran el aroma final que le da un carácter, su indiscutible toque de identidad, un almizcle pegajoso y dulzarrón del que no puede librarse el aire, similar al de una cárcel. Es la casa donde el rey atiende.

Despintada por fuera, por dentro conservaba los muebles y la decoración del nuevo rico que apenas a mediados de los setenta vendía bicicletas en otra ciudad. No mucho después, el estilo de esa casa fue sustituido por otro aparentemente más refinado. Fue gracias -dirían algunos- a la incansable dedicación de la mujer del rey por el arte. En efecto, fue relativamente corto el tiempo de estudio que necesitó para que su particular sensibilidad la llevara a distinguir las verdaderas piezas de cuantioso valor en las plazas europeas y neoyorkinas, de las baratijas doradas y relucientes, de formas abruptas y groseras, recién elaboradas para gente como ella -o como su marido- por los dealers de ocasión.

Después, con semejantes piezas en casa, tomó las mejores ideas de las revistas internacionales sobre decoración de interiores -H&G en especial- y finalmente acudió directamente a los diseñadores. Y ya que haría todo a la medida de su nuevo gusto, apeló directamente a la fuente del diseño: Italia. Las casas, por lo menos las dedicadas esencialmente a la familia, tomaron otra forma, a la que el rey también se acostumbró aunque nunca dejó sus camisas sencillas de rayas verticales pasteles, o monocromáticas, siempre de mangas cortas, ni los pantalones que delatan las tijeras elementales que operan mecánicamente para abastecer la demanda de la clase media del viejo Caldas. Así estaba vestido, atendiendo a unos y otros en esa casa vetusta que en un año sería parte de su inventario de bienes desechables.

La antigua sala es ahora una oficina grande, con sillas escuetas. El gran cuarto al lado – debió ser el comedor de la familia aristocrática que le vendió la residencia- es donde el rey organizó su culto cotidiano a Eros, su “desnucadero” en el lenguaje local. Paisas de todas las escalas sociales vienen a ofrecerle en venta carros de primera y de segunda.

Viejas mansiones de El Poblado, pagadas tres, cuatro y hasta diez veces su precio. Haciendas improductivas, mal administradas o bien pero nunca tan rentables como el dinero que pagaría por ellas el nuevo gran rico de la región. También le ofrecen edificios para oficinas en el centro. Acciones de clubes por construir. Planes de desarrollo urbano para clase baja. Proyectos para monumentales polideportivos. Acciones de las principales empresas sin capital de trabajo. Caballos, volquetas, aviones, armas, cuadro de los mejores y de los peores pintores. Al principio, de todo, luego fue diferenciando y delegando en su esposa y asistentes -la mayoría parientes cercanos- la selección de bienes de consumo, concentrándose él esencialmente en los asuntos relacionados con el negocio.

Muchas veces el rey compró lo que le ofrecían sólo por desprecio, por despecho. Disfruta viendo el desfile de quienes eran considerados los verdaderos ricos de la región y del país, uno a uno, después de las complejas tácticas empleadas para acercársele enviándole mensajes indirectos a través de terceros. El rey nunca los buscó. Jamás se habría interesado en sus negocios, ni en sus casas del barrio alto. Fueron ellos, los industriales, los empresarios, los comerciantes, los banqueros, los corredores de bolsa, los políticos -todos ellos- quienes fueron a buscarlo. Llegaron muchos de los pretenciosos que solían exhibir el dinero. El rey, sólo para mostrarles lo que es ser verdaderamente rico y verlos removerse paladeando sumas que desbordaban el metódico cálculo tradicional de la rentabilidad del capital e inclusive los refinados del clímax usurero, les ofrecía sumas mucho mayores. Una vez pagó cinco veces sobre el valor que le pidieron. Fue un excelente postor para los bienes de la oligarquía y de la clase media alta tradicional, aunque lo que ellos no sabían es que el rey lo hizo para joderlos. Los hirió en el corazón cada vez que les compraba algo más caro de lo que valía, algo que los viejos paterfamilias vendieron sólo por el precio, nunca porque quisieran. Así aprendió a despreciar a la vieja oligarquía de Medellín. Y del país, porque lo mismo sucedió en todas partes. A sus oficinas corrieron los más importantes señores como las putas a venderse. El mundo de los dueños del país se colocó a sus pies sin habérselo propuesto. El rey nunca pensó que podría comprar con su dinero el país. Esta posibilidad sólo la tuvo clara cuando vio que se lo regalaban, o vendían, pero el precio por alto que fuera seguía siendo tan ridículo para él que era como si se lo regalaran. En verdad nunca lo había pensado. Como tampoco nunca pensó estar con tantas muchachas jóvenes y bonitas. Siempre, o casi siempre, hubo necesidad de esperar que el rey acabara de atender. Era una persona muy ocupada. En su agenda hay compromisos para por lo menos tres meses por delante. Cuando hay dinero y poder, no hay tiempo. Todo el mundo quiere algo. A veces, cuando uno iba a entrar, llegaba alguna noticia de “La Oficina” de El Poblado, y otra vez a esperar. Eran noticias importantes. En otras ocasiones una muchacha bonita en busca de dinero fácil también hacía antesala, y si el rey se asomaba y le gustaba, había que aguardar el protocolo y la correspondiente duración del desenlace libidinal que tendría lugar en el comedor organizado para el específico propósito.

Cuando quería atender de nuevo, uno le ofrecía rápidamente lo que traía preparado. Le planteaba el negocio. Le ofrecía sus servicios. Las órdenes eran inmediatas: “Joaco… recíbale al amigo dos Mercedes que tiene listos”. Y llegaba Joaquín, quien a mediana distancia -a gritos- recibía las instrucciones. Si era necesario otro personaje, también a los gritos (no usaba intercom entonces): “Gonzaaalo… que le giren al señor hoy mismo”. Una mano de ese hombre bajito, corriente y seguro de sí mismo, despedía uno y entraba el otro, siempre antes de caer la tarde, cuando era el momento de juerga y llegaban muchachas, los amigos y los comentarios de las últimas operaciones. Pero esa ya era una sesión reservada para los íntimos.

A la salida se podía recorrer una vieja caballeriza adaptada como garaje. Siete carros parqueados dejaban ver el gusto del capo por los automotores. Un par de modelos antiguos. Un gran Mercedes. Un Porsche deportivo. Dos Rangers (luego reemplazadas por las Toyotas) y un BMW.

Fue una buena época para la ciudad, porque no era uno el capo, eran muchos, no vayan a creer. Unos pocos de las buenas familias, otros de regular, y los más de origen humilde. De los “Intocables” nadie quería hablar. Era y es un tema prohibido, en el implacable código implícito que se aplica en el negocio. Aunque casi todos saben sus nombres. “Un gran intocable trabajó con el senador Galán, y estuvo junto a él, cargando el ataúd a la salida de la Catedral. Total, ya estaba retirado, ahora es un señor, un lord”.

Es que los primeros ricos se retiraron del negocio a comienzos y mediados de los setenta. “¿Por qué…?, pues porque el negocio se vulgarizó, se proletarizó”. Ellos eran dueños de empresas, eran diplomáticos de alto rango, industriales serísimos, y además no eran muchos, si acaso una docena. El negocio se volvió popular cuando quitaron los requisitos difíciles para salir del país, como el pasado judicial. Y no era tan difícil sacar la visa. Entonces cualquiera se llevaba media libra, o unos gramos entre las maletas, los zapatos, un cinturón, un libro, cualquier cosa. Nada de tragársela, no, eso es para los desesperados. Cuando la nueva generación, la del rey, asumió el negocio prósperamente, en Queens había muchos migrantes ilegales vaciados que fueron como la caja de resonancia. Y en Miami, el bajomundillo latino liderado por los cubanos despatriados tenía las mejores conexiones. Por eso, cuando del negocio se retiraron los «Intocables», fue como si hubieran eliminado la gran restricción que impedía el acceso a un negocio grande. Los de abajo descubrieron el truco. Hasta por correo se mandaba la merca, claro, al principio, en la época de la pequeña escala. Los nuevos iban en ascenso, aumentaron después los volúmenes con una política agresiva de mercadeo y de control de rutas.

Las rutas fueron primero de los gringos. Al país también llegaron los promotores norteamericanos a hacer los contactos que los viejos «Intocables» les habían recomendado con gran discreción. Vinieron a amarrar los cabos. Lo claro era que la ruta pasaba por la puerta de oro de Suramérica. Al rey, como a otros, les dieron las referencias para que fueran a Bolivia a traer la pasta. Hicieron las primeras inversiones en los laboratorios, aportando simultáneamente el know how de la mágica transformación de la pasta en clorohidrato, y arreglando lo necesario para que el éter llegara. Presentían que en Colombia se podía producir mucha merca. Y lo lograron. La sacaban con pilotos gringos. Todo pago en efectivo. “Así aprendimos… fueron ellos los que nos enseñaron…”. Y eran “ellos los que la distribuían allá”.

El boom fue tan grande como la cantidad de puertas de entrada que tenía el negocio. Transporte de pasta desde Bolivia por cualquier vía. Aérea o terrestre. Entregas o salidas de los laboratorios. Simples mensajeros: llevadores de dinero en efectivo, o transporte de éter. También financistas de siembras de coca, o compra de siembras de los indígenas del sur. Más allá, si se querían otros riesgos más rentables, con la pura cocaína para los exportadores. Los más elegantes se vinculaban a “Las Natilleras”. Eran un pool de inversionistas que ponían una suma de dinero en manos de un avezado para comprar cocaína en los laboratorios. El único riesgo era perder la plata. El coordinador de la natillera compraba los kilos y los ponía en el circuito entregándoselos a uno de los “propietarios” de las rutas. Si lo querían asegurado, el kilo valía 9.000 y sin seguro sólo 6.000. El dueño de la ruta sumaba kilos hasta completar un cargamento listo para el embarque y lo despachaba. Si coronaba no había problema, en efectivo 6.000 dólares por kilito. Si estaba asegurada, 9.000, a los 30 o 60 días. Eran las rutas compradas con las autoridades de los Estates. Entonces se vendía al por mayor por encima de los 20.000 y en la calle llegaba a 60.000 el kilo.

Los mejores amigos del rey tenían una historia de más vueltas. El Granpapa tuvo que irse de Medellín con su decena de hijos y la Granmama, escabulléndose de las deudas. En el Valle se estableció trajinando con sus conocimientos de caballería, hasta que uno de los mayores, invitado por un palafrenero, conoció el polvo y su valor. Decidido a cambiar el destino de su familia hizo su primer viaje con merca y todo, y ancló. En Miami estableció a un par de hermanos con los contactos necesarios para hacer la venta al por mayor y él se encargó de organizar en el país la producción y el envío. Fueron prósperos, tan prósperos que el Granpapa volvió de rico a Medellín. RR, a diferencia del rey, no se ocupa nunca de nada distinto a la merca, obsesivamente. A él no se le puede pedir una cita que no sea para hablar del negocio. De una nueva ruta, de un cliente, de una compra, de una cuenta. Ni cuadros ni güevonadas de esas. Los carros sí, aunque después de un paseo de “porshes” que organizó para pagar una promesa a una virgen en el Valle -donde lo detuvieron- decidió utilizarlos con mayor discreción y en zonas bajo su control. Un antiguo socio lo delató y no valieron los 40 millones en efectivo que le ofreció a los viales, que estaban previamente comprados por una suma mayor para detenerlo.

Hay tantos que han hecho eso, y tantos que tratan de robarles, y tantos otros que no quieren pagarles lo que les deben, que el rey, un verdadero guerrero, organizó la forma de cobrar, de hacerse respetar y de quedarse con el grueso de la tajada que cada vez se les venía disminuyendo en los cuentos de los socios. Las excusas eran válidas. Que el comandante del puesto en Cartagena pidió cinco millones más. Que en una falsa alarma frente a Key Byscaine, ya en una pequeña embarcación a sólo dos millas de coronar, botaron la mitad del cargamento. Todo les pasaba a esos ineptos que se enriquecían sin que nadie les pidiera cuentas. Hasta que el rey decidió poner la casa en orden. Ideó su propio sistema de cobranzas. Todo faltón, tenía que pagar. Y se abrió la Oficina.

Era casi un sótano. O mejor, uno primero tenía que subir unas escaleras cortas, entraba a un espacio normal cuadrado, de paredes blancas, con almanaque y esas cosas, donde estaba la secretaría, común y corriente como en cualquier oficina, con su tapete y todo, citófonos, escritorio. Cuando uno podía pasar seguía al fondo hasta una escalera que volvía a bajar, atravesaba un pasillo y ahí sí estaba la pura Oficina, en el sótano. Llena de avisos, como los de “Se busca” en las paredes. El rey los mandaba colocar, eran los avisos de los trabajos que necesitaba. “Chucho Fernández” – acompañado de una fotografía- “dos millones” y enseguida la explicación, porque el rey siempre explicaba por qué hacía las cosas: “Este huevetas se robó US$200.000”. El cartel venía acompañado de los datos necesarios para ubicarlo. Su casa, los carros, la familia, todo. Entonces claro, ahí llegaba toda la gente que necesita trabajo en Medellín y los alrededores. No entraba todo el mundo, no señor. Sólo los ya conocidos en el mundo, los jefes de las bandas, o ni siquiera, los bravos con relaciones. Tipos bien muchas veces, que une los ve en la calle y no cree que tenga nada que ver con matar ni nada, pero eran de ésos que apenas cerraban el negocio y salían de allí, con dos llamadas por teléfono subcontrataban el trabajo, manejándolo todo por detrás. Así ninguno de los ejecutores sabía nada ni por qué ni de dónde, sólo les llegaba la plata, buena plata. En la Oficina se pisaba el negocio, dando una parte por adelantado. Cuando ya le cogían confianza a uno, y después cuando estaba realizando el trabajito pagaban el resto. Claro que había que escogerlo, no era una vacaloca que el que fuera iba tomando nota a ver cuál trabajo salía, no. Uno los apartaba, y se ponía un plazo, y el cliente quedaba reservado. A veces también podía ser secuestro. O los más simples, que necesitaban tantos carros para mover la merca. Entonces jálele a jalar carros, jeeps, renaults breaks, elegantes, de todo lo que pidieran. Hasta aviones, fíjese, los que sabían de aviones, pilotear digo, se llenaron. Porque eso era bien pago. Hubo una época en que se necesitaban aviones chiquitos para volar de Bolivia para acá, y también para sacarla a los puertos y a veces hasta México. Era como ponerles el supply side para los traqueteros… ¿Traqueteros? Traquete p’aquí y traquete p’allá… que llevan coca y traen plata… tracaca. ¿Ve?

A la oficina también iban muchos jefes de las bandas de la comuna, muchos de la gente que dejó colgada la guerrilla, en especial del M-19, cuando organizaron la “milicias bolivarianas”. Esa gente fue la que le enseñó a disparar y a esconderse a todos esos muchachos de la 45, y así se llama la banda de los más adictos al Eme, la cuarenticinco. Pero también hay epeles y elenos y farcos, desertores, desencantados. Y esa gente sí sabe trabajar, tenían experiencia, en realidad enseñaron bastante. Sabían encaletarse, gente de principios. Mejor dicho, de la Oficina salía trabajo para todo el mundo todo el tiempo, pero eso no fue lo bueno. Lo bueno de la Oficina fue que organizó el negocio, acabó con los faltones, estableció la ley. Había que cumplir o la llevaba el que no. Se acabaron los robos de la merca, la pérdida de los aviones, los sobornos imprevistos, el negocio se organizó acá y el rey empezó a recibir ahí sí de verdad sumas grandes, claro, quitándose tanto comisionista que le salía por aquí y por allá. Y también se acabó eso de la plata en bultos, todo venía contado, con recibos y si faltaba algo, la lleva. El rey impuso la ley, y se ganó el respeto de todo el mundo, de todos, porque los benefició a todos, ya no había que esconderse de nadie, ni esconder la merca. Era cuestión de estar al lado del rey para que nadie se atreviera a jugársela a uno.

Y aunque todo se organizó mucho, nunca faltaron los problemas, nunca. A RR, por ejemplo, le pasó. Un tipo, grande él, le quedó debiendo como mil millones, unos 3 millones de dólares de esa época. Y nada que le pagaba, nada, y simplemente no pagaba porque no le daba la gana. Quién sabe por qué, tal vez por retar a RR o porque le parecía que era mucha plata para devolvérsela a RR que no la necesitaba, y claro que a él no le hacía falta, pero ése no era el punto. El punto es que con que uno deje de pagar, los otros tampoco y todos se las montan y bye bye. RR lo despachó personalmente. Sí, él mismo. Y no es que diga que fuera un “pistoloco”, ni mucho menos, él no. Sólo cuando es necesario. A Raulito, el menor, a ese sí, se le dañó el corazón. Como a muchos. A Raulito se le dañó cuando le tocó manejar el negocio solo. Apenas tenía 24 años. Fue cuando detuvieron en España a RR y se hizo cargo de toda la operación, que ya era grande. Claro que el rey lo ayudó, pero si Raulito se la hubiera dejado montar el rey tampoco podía sostenerlo. Entonces le tocó habérselas duro con los otros que querían faltarle. “Le tocó irse de cajón” varias veces. Mejor dicho, retar a muerte al faltón. Y tuvo que hacerlo y se quedó así. Pero la Oficina era del rey, y allí caían todos los trabajos, por eso se volvió el ídolo de la juventud de Medellín porque ¿qué más podía uno hacer a los 15, a los 16 o a los 20 en esos barrios del nororiente? Estar amurao por ahí, recostado contra los muros esperando a ver qué pasaba.

¿Estudio? Qué va, si uno sabía que iba a acabar por ahí de obrero en cualquier fábrica con los papás. Ya la guerrilla qué va… quedaba el rock y la Oficina. La Oficina daba la plata para el rock y para muchas cosas más, las motos para sacar a las sardinitas. Para embalarse, mejor dicho para el basuco. Y claro para comprar las armas, mejores armas, porque eso sí vale. Para vestir a la mamá y a las hermanas, porque eso sí, las mujeres de la familia son sagradas, mamá y hermanas si no las toca nadie. Putas todas menos en la familia. Pero ése no es el tema. ¿El país? ¡El país es nuestro! Ve, por cierto, mamá, ¡hacénos unas corbatas que vamos pa’ palacio!

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