La fuerza militar: esfuerzo por no legalizar

La increíble aversión a reconocer la complejidad de un problema como el consumo de narcóticos, ha llevado a Estados Unidos a tomar la medida más simple para contrarrestarlo: la represión. Y ni siquiera contra los consumidores, sino contra los productores.

La euforia antinarcóticos de los dirigentes estadounidenses es cíclica y en general depende del bando en que se coloquen los contrabandistas del producto.

Así, si el coronel Oliver North utiliza cargamentos de cocaína para financiar la compra de armas -que facilitarían la liberación de rehenes estadounidenses en Irán-, o para financiar la guerra de los contras en Nicaragua, se trata de un noble patriota que sobrepasó los límites de sus funciones para bien de la nación; de lo contrario, no. O sea, para salvar a compatriotas suyos y combatir el comunismo (cuando los países comunistas no habían entrado en la crisis que desencadenó Gorbachov).

Tal vez el caso North es el más evidente y reciente del uso que los gobiernos estadounidenses han hecho del consumo de drogas, como una herramienta más de su política exterior. Sin embargo, en la medida en que la distensión de los dos bloques tomó fuerza, la necesidad de establecer un nuevo enemigo que mantenga alerta en alguna medida las defensas de Estados Unidos se hace imperiosa no sólo para mantener engrasados los presupuestos de defensa sino para preservar la integridad moral del gran estado calvinista.

Por entre las ramas

Simultáneamente se desconoce todo lo que ha pasado con asuntos similares como el consumo de alcohol, o de marihuana o del tabaco. Son oleadas que vienen y van como la música rock, como la minifalda, como el rapé, como el opio, modas que se suceden unas tras otras, que se toman y se abandonan porque simplemente cumplen su ciclo quedando reducido su consumo a un círculo -o a unos momentos- que no representan ninguna amenaza para el conjunto ni la estabilidad de la sociedad. Con represión o sin ella.

Asumir el consumo de drogas como el enemigo número uno de un Estado, visto en perspectiva, es tan tonto como declarar que las armas son el peor enemigo que tiene la humanidad y pretender que acabando su tráfico -legal hoy por hoy- se terminan los problemas de la humanidad.

Es como si el Estado colombiano declarara que el problema guerrillero se soluciona esencialmente cortando el tráfico de armas, porque al no haber oferta de esos bienes legales desaparece el consumidor -los guerrilleros-, ya que éstos a su vez son apenas las víctimas instrumentales del mal.

Visto desde el Norte, un esfuerzo de esa naturaleza apenas equivaldría a bloquear el estado de Texas que más o menos tiene las dimensiones de Colombia.

Así se ve el problema de la cocaína desde el Norte. El asunto es bloquear el contrabando de la sustancia desde Colombia a los 50 estados de la unión americana.

La guerra, pero aquí

Continuando con la analogía de la guerrilla, por supuesto que sería mejor frenar el contrabando de armas en nuestras fronteras, que lanzar ofensivas en el interior del territorio contra los insurgentes camuflados, en las ciudades, en los sindicatos, en el magisterio, entre los campesinos y en las bolsas de valores. O tener que desplegar masivos operativos urbanos que afectan a toda la población, como los allanamientos, las detenciones, los bombardeos, los procesos judiciales, los decomisos, los retenes, que en últimas colocan al Ejército Nacional en el papel de una fuerza de ocupación extranjera.

En Colombia es posible ese esfuerzo. Pero no lo es en un Estado como el estadounidense donde las libertades individuales se respetan hasta los extremos. Y para eso son sus fuerzas militares, para hacerlas respetar. En parte ello explica que sus guerras siempre se hayan librado en territorio extranjero, para impedir que sus enemigos -sean nazis, japoneses, vietnamitas, marihuana o cocaína- lleguen al territorio sagrado.

Así, lanzar una operación militar para controlar el tráfico comercial desde Colombia hacia Estados Unidos no sólo tiene una lógica sino un propósito que es quemar la última etapa antes de verse obligados a adoptar -en alguna forma- la legalización del consumo o de la producción de cocaína en su territorio.

El costo de impedir que ese paso ocurra, como lo ha propuesto hasta el exsecretario de Estado George Shultz, es bloquear el acceso de la cocaína colombiana que hoy consumen los estadounidenses. Es mucho menos dañino políticamente para Bush un esfuerzo por impedir el acceso al mercado, que tratar de impedir su consumo en el interior de su país. Y sólo cuando fracase ese esfuerzo con el pragmatismo anglosajón, se reglamentará el consumo. Pero el ciclo tiene que cumplirse, y Colombia está en la cadena.

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