Mirando desde Washington: El pragmatismo estadounidense

El Espectador, Magazín Dominical

A punto de iniciarse la segunda Administración Reagan, los asesores principales del presidente para asuntos de seguridad nacional y los encargados de los asuntos latinoamericanos, siguen discrepando en los detalles sobre cómo definir la crisis centroamericana; pero los objetivos principales los tienen claros.

Mientras tanto, el “gran comunicador” sigue portándose como el “gran delegador” – según lo calificó un articulista del Washington Post–, y la situación centroamericana no muestra signos de distensión. Por el contrario, la crisis de la supuesta llegada de Migs en Nicaragua, el aplazamiento y saboteo a la firma del Acta de Contadora, la revelación del manual terrorista de la CIA y los fuertes golpes de la guerrilla salvadoreña, así como la iniciación del diálogo guerrilla-gobierno, presentan un inmediato cuadro complejo.

Pero en medio de este panorama, hay una formulación global clara de los ideólogos neoconservadores en el poder. Primero, la firme intención de la Administración Reagan de no permitir ninguna nueva revolución en Latinoamérica, empezando por El Salvador; segundo, su ánimo de impulsar un lento y forzado proceso de democratización, conjugado con una intensa militarización de la zona de crisis; tercero, la clara conciencia de no involucrarse abierta ni directamente en el conflicto militar dejando más bien que los ejércitos nativos peleen por Estados Unidos; cuarta, las nítidas intenciones de no permitir que la revolución sandinista se consolide como
modelo político.

¿Cuál es el origen de esta política estadounidense? Simplemente la revigorización de su autoestablecido papel como “líder” de occidente, militar y políticamente. Para los republicanos, grupo que gobierna con Reagan, el mundo sólo se entiende bajo la óptica de la confrontación con la Unión Soviética. No hay cabida para terceras opciones, porque según la visión reaganiana, todos los conflictos si no son azuzados por la Unión Soviética o sus subrogados, son utilizados tarde o temprano por el
imperio del mal.

Mal podría entonces permitir que los actuales territorios bajo su influencia directa intenten nuevos modelos políticos que, si bien serían explicables históricamente, le presentan una amenaza potencial. Y no sólo porque debiliten su credibilidad frente a la gran mayoría de los gobiernos autoritarios –aliados incondicionales de Estados Unidos– sino porque de hecho consideran que le abren las puertas a la penetración soviética. Bajo esta concepción, la posición estratégica de Estados Unidos frente a los soviéticos en su esfera geopolítica inmediata se estaría debilitando.

Así, lamentablemente, lo que podrían ser soluciones sociopolíticas para el Tercer Mundo, se convierten en una amenaza para Estados Unidos en el marco de su confrontación frente a los soviéticos. Lo que, palabras más palabras menos, implica que la seguridad nacional de Estados Unidos pasa por la sumisión condicional o incondicional de América Latina.

En otras áreas del mundo, cuatro años de gobierno le han enseñado algo a la administración Reagan y no siempre sin altos costos: 278 mariners muertos en el Líbano (octubre de 1983) le mostraron que en los conflictos islámicos hay unos ancestrales sentimientos religiosos que no le dan cabida a la confrontación soviéticoestadounidense.


Sin embargo, ideológicamente los republicanos no ceden y ahora afirman que se trata de estados o entidades “terroristas”, ante las cuales se aprestan
a librar grandes batallas.

Muchos miembros del Partido Demócrata todavía discrepan de las tesis reaganianas (el archi-derrotado Mondale entre ellos), porque no creen que los llamados movimientos de liberación constituyan per se una amenaza contra Estados Unidos.

Pero el pragmatismo republicano se ha encargado de demostrarles lo contrario: ¿cómo esperan que los movimientos de liberación que lleguen al poder en el Tercer Mundo continúen la alianza con Estados Unidos, si precisamente este país ha sido, en la mayoría de los casos, la causa principal del surgimiento de los mismos?

Todos los movimientos de liberación luchan contra los gobiernos que de una u otra forma han sido apoyados por Estados Unidos. Y en Latinoamérica los ejemplos abundan: Bolivia y Guatemala, cuyos gobiernos fueron derrocados por golpes planeados por la CIA en los cincuenta; El Salvador, que ha recibido el apoyo constante de gobiernos dictatoriales corruptos que desde 1930 bañan de sangre ese país: Cuba, que sufrió la dictadura de Batista; Chile, donde se organizó el derrocamiento de un gobierno escogido por votación popular; Uruguay, donde el afán por acabar con los guerrilleros Tupamaros llevó al éxodo de la juventud del setenta de ese país; Argentina, donde sucedió lo mismo en el 75…; Nicaragua, donde se apoyó por cuarenta años a la tenebrosa dinastía Somoza…; Colombia, a la
que no sólo le “independizaron” a Panamá, sino que le armaron el primer ejército contrainsurgente de América Latina en los cincuenta y primeros años de los sesenta…; Haití, ¡donde ni siquiera hay prisioneros políticos! Y si se mira extracontinentalmente, sólo hay que empezar en las Filipinas con Marcos…, revisar Vietnam, o asomarse al mapa africano para ver el vistoso apartheid de Suráfrica, apoyado por Estados Unidos. Y esto sin mencionar la invasión a República Dominicana (1965) y a Granada (1983).

En este marco de factos políticos, el establishment de Estados Unidos mal podría darle ingenuamente vía libre a los movimientos de oposición en ningún país latinoamericano como lo hizo Carter en Nicaragua, donde permitió que las fuerzas internas del país definieran el ejercicio del gobierno. Pero su experimento de colocar a Estados Unidos al nivel de cualquier otro Estado, respetando el derecho a la libre autodeterminación de las naciones mostró magnos resultados para los intereses del imperio. La “apertura” hacia Latinoamérica se acabó el 19 de julio de 1979. Bajo Reagan y las posibles siguientes administraciones demócratas, Estados Unidos no
se quedará cruzado de brazos ante ningún movimiento de liberación, que no sea de su propia hechura como los contras, con ayudas abiertas de 70 millones de dólares en tres años, o los rebeldes afganos a quienes les adjudicaron 275 millones de dólares para 1984.

De resto, los movimientos de liberación nacionalista según la definición
neoconservadora del equipo en el poder, se constituyen en enemigos potenciales de Estados Unidos, por el solo hecho de dejar de ser sus aliados incondicionales. De acuerdo con esta tesis, personajes nacionalistas –ni siquiera movimientos– como Belisario Betancur, son vistos con profundos recelos desde Washington. Y eso que éste ha corrido con mejor suerte que Omar Torrijos o que Roldós de Ecuador, quienes murieron en el primer año de la Administración Reagan, cuando ésta todavía era inexperta en el manejo de los asuntos internacionales… Pero el “ojo vigilante” del Tío Sam es obvio que no se ha descuidado.

Por supuesto, al interior de cada país las fuerzas de oposición, democráticas o radicales, no pueden colocarse en la cabeza del “Tío vigilante” para ver qué tipo de modelo aceptaría y en qué condiciones. No hay por qué entender cuál es la lógica del imperio estadounidense, ni su doctrina de seguridad nacional, principalmente porque ésta es ajena a cada país del Tercer Mundo y casi siempre está en confrontación con la suya.

Pocos países, por factores particulares, han logrado el equilibrio previamente. México es el mejor ejemplo en Latinoamérica, y el más amenazado –aunque menos citado– en la crisis centroamericana. Cuba no pudo seguir el mismo camino con la Unión Soviética creando además la crisis más cercana a una guerra entre las dos potencias, para lograr su soberanía frente a Estados Unidos: la crisis de los misiles soviéticos en 1962. Y su osadía le ha costado 25 caros años de bloqueo, de aislacionismo, de estigmatización por sus mismos países hermanos de Latinoamérica. Ahora, desde la propia Cuba se puede observar al extremo opuesto, a pocas leguas marinas: Puerto Rico, el más vergonzoso modelo neocolonial.

¿Seguridad Nacional? ¿Acaso qué amenaza puede presentarle ningún país
latinoamericano, o la pequeña Nicaragua de dos millones de habitantes, o los ocho mil guerrilleros salvadoreños, a Estados Unidos? Directamente ninguna, pero estratégicamente mucha.

Henry Kissinger, ex secretario de Estado y presidente de la Comisión Bipartidista Centroamericana lo ha dicho claramente. Como rey del cinismo y del pragmatismo geopolítico estadounidense que le abrió las puertas a las relaciones con la China Popular (que ningún manual de los maoístas modernos ha podido explicar satisfactoriamente), Kissinger le explicó a un canciller chileno por qué sus opiniones no tenían importancia: “El destino del mundo moderno atraviesa una línea que sale de Moscú, pasa por China y acaba en Washington”.

Desde el imperio, la visión es sencilla: mientras la Unión Soviética está rodeada de bases enemigas desde Japón y la misma Europa Occidental; o por Estados semineutrales como India o Irán del Ayatollah Khomeini, Estados Unidos está rodeado por dos inmensos mares –desde los cuales es muy difícil establecer bases militares–; o por un gran aliado al norte (Canadá), y por un hemisferio al oeste, incondicional desde México hasta Chile, con la pequeña excepción de Cuba.

Nicaragua aún lucha su independencia. No es lo mismo un oso acorralado que un tigre suelto… y Estados Unidos no está dispuesto a perder su ventaja defensiva.

A su turno, Cuba, no sólo por su tamaño sino por los acuerdos establecidos en 1962, no es una amenaza en sentido estricto desde donde puedan atacarse puntos neurálgicos estadounidenses, aunque es claro que le podría hacer un daño considerable en la eventualidad de un conflicto. Ésta es la garantía de su subsistencia.

En cambio una Nicaragua, que aunque ni remotamente tuviera en perspectiva esa idea, es vista por los republicanos como una potencial base soviética. ¿Base? ¿… para qué? Los ideólogos republicanos no se demoran dos segundos en contestar, expresando algo que para ellos es obvio: una base militar para que descansen las tripulaciones soviéticas, para que les hagan mantenimiento a sus aviones de espionaje, para que observen “más de cerca” a sus enemigos principales, para que se reabastezcan de combustible y de municiones en un caso dado, para no ir más lejos y mencionar la factibilidad de un nuevo canal interoceánico o la instalación de armas realmente ofensivas, o el parqueo de los grandes bombarderos soviéticos desde donde su rango de autonomía alcanza al territorio de Estados Unidos y al Canal de Panamá.

Por supuesto esto sólo se maquina en la mentalidad imperial de los ideólogos estadounidenses pues difícilmente cabría en los proyectos de la revolución sandinista llena de prioridades elementales de salud, educación, vivienda y defensa frente a los diez mil guerrilleros contrarrevolucionarios.

A la mano tenemos un ejemplo. Basta leer uno de los textos del embajador Lewis Tambs, como el documento Santa Fe (noviembre, 1980) o una Estrategia de triunfo en Centroamérica (octubre 1982) para darse cuenta de que la tesis de la amenaza soviética en Centroamérica pasó de ser una ficción cinematográfica a convertirse en el motivo de la acción de la Casa Blanca en la región. Cierto o no, en política se actúa de acuerdo con lo que se cree. Y si la derecha republicana cree que la crisis centroamericana representa una amenaza soviética, así actúa. Washington no tiene tiempo para revisar ni la historia de Centroamérica, ni la propia. Sólo cuenta hoy, y el futuro, y en éste se encuentra la surrealista paranoia de la amenaza soviética en Centroamérica.

Y una vez metida la mano, untado el cuerpo. El involucramiento estadounidense en Centroamérica no tiene reversa. La Administración Reagan que inicialmente creyó que bastaba con unas cuantas acciones militares para “extirpar el mal”, ahora acepta que para mantener una alianza sólida con los países del hemisferio necesita apoyar una transición democrática que le sirva al menos para barnizar la forma de su control. En Centroamérica, la Casa Blanca espera que durante los cuatro años próximos se haya consolidado el modelo armado ejercido en los últimos cuatro años en poder. A Nicaragua se le quiere hacer pagar el costo de su iniciativa rebelde, como lo han pagado en su oportunidad Guatemala con Jacobo Arbenz; Chile con Allende; o la Cuba de Fidel Castro.

Alrededor de Nicaragua seguirán creciendo fortines militares hostiles (El Salvador y Honduras), mientras una inyección de 7.000 millones de dólares para el próximo cuatrienio hará que los modelos vecinos contrasten: Socialismo Pobre versus Capitalismo Artificial. Esto sin descontar que cualquier gesto militarista sospechoso para la Administración Reagan puede desencadenar una “purga quirúrgica” mediante bombardeos selectivos a las instalaciones militares nicaragüenses. Y después, que la Contra haga lo que pueda.

Por supuesto, aún no se han echado todas las cartas sobre la mesa. La anterior es sólo la visión desde Washington del conflicto centroamericano que explica el escándalo por cada barco soviético que atraviesa o no el Canal de Panamá, que explica el uso de tácticas terroristas bajo el “imperativo moral” del liderazgo democrático occidental; que explica también el desconocimiento de los foros internacionales como la ONU o el Tribunal de La Haya. Así mismo, explica por qué se sigue bloqueando el esfuerzo de los países de Contadora. Y lo más triste y real, nos ilustra a los latinoamericanos sobre el “valor estratégico” que nuestro hemisferio tiene para Estados Unidos. Consuelo de pobres, consuelo de inútiles.

Ramón Jimeno

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