Al paso de clinton
Revista Cromos
La televisión no se perdió el más mínimo movimiento de Bill Clinton durante las horas que pasó en Cartagena. Pero lo que sí se les escapó fueron las verdaderas consecuencias de esta visita.
La arrogante superficialidad con que la mayoría de los medios nacionales informaron sobre la visita de Clinton, contrasta con las enormes implicaciones que tendrá para los colombianos la militarización de la política antidrogas.
Mientras los locutores locales narraban emocionados, paso a paso, las caminatas de Clinton y su hija por la desolada Cartagena como si se tratara de otro Reinado de Belleza, y repetían incansables su asombro por “el impresionante operativo de seguridad”, nada dijeron sobre lo que ocurrirá en el país: desplazamientos masivos de población; aumento del pie de fuerza guerrillero y paramilitar; incremento de ataques contra infraestructura y civiles; surgimiento de conflictos con Brasil, Perú, Ecuador y Venezuela por los desplazamientos de frentes guerrilleros.
Tampoco se habló del aumento de los cinturones de miseria en ciudades como Cali – donde llegarían las mayores migraciones– ni de la escalada tecnológica de la guerra si las Farc estrenan misiles Stinger contra los helicópteros. Ni siquiera mencionaron los medios la falta de recursos para financiar el desarrollo alternativo que requiere el campo para dejar de producir coca y amapola, si es exitoso el plan de erradicación de los cultivos ilícitos.
Lo grave de las omisiones de los medios locales es que su silencio, por ignorancia o falta de preparación, impide que el país debata y tome medidas para neutralizar los efectos de la lucha antidrogas tal como está concebida por los norteamericanos.
Al mismo tiempo, la falta de preparación de los medios para prever las consecuencias del paso de Clinton por Colombia, trivializó la visita al nivel del saludo a un perro antinarcóticos, o del puchero de una niña, posiblemente con la intuición acertada sobre lo que significaba besar a quien puede traerle más desgracias al país de las que promete erradicar.
Los duros de hoy, los blandos de ayer
La primera pregunta que no se ha contestado es qué cambió para que los norteamericanos decidieran invertir mil millones de dólares contra las drogas, en vez de las pequeñas partidas que anualmente le entregaban a la Policía. Por supuesto, nadie duda de que el modo de fondo es reducir la oferta de drogas y que sería muy sano para Colombia erradicar este problema. Pero alrededor de esa necesidad mutua se tejen intereses domésticos e internacionales, que son los que en el país no suelen verse y que le dan la forma real al Plan Colombia.
Las elecciones presidenciales de noviembre en Estados Unidos son un elemento clave para entender la nueva política en Colombia. Clinton prefiere que gane Gore para mantener a los demócratas en el poder. Como el tema de las drogas siempre ha sido un talón de Aquiles para los demócratas, esta vez decidieron actuar a tiempo tomando la iniciativa que siempre han reclamado los republicanos. Hay que recordar que en 1990 Bush, también en Cartagena con el presidente Barco, le declaró entonces la guerra a las drogas.
Al asumir la batalla de frente, los demócratas están dejando de lado su imagen de blandos frente al consumo de drogas y de desinteresados por el daño que las drogas les hacen a sus muchachos y sus familias. Por eso impulsan la militarización del problema en Colombia, de manera que los republicanos no puedan atacarlos, al tiempo que los coloca en la única posición viable para ellos: apoyar la política de Clinton, que es la que siempre han impulsado. Por eso lo acompañaron con sus costos en el Congreso y con sus camisas ligeras en Cartagena.
El segundo motivo surge del complejo de culpa que se creó en el Departamento de Estado a raíz del aislamiento que casi lleva al colapso del gobierno Samper y al inicio de la actual crisis. Ante los problemas de Pastrana en todos los frentes internos (desempleo, recesión, inseguridad, fuga de capitales, fuga de cerebros, etc.) los norteamericanos prefieren darle la mano y tratar de salvarlo antes que dejar que el país siga cuesta abajo. Para ellos y sus intereses, es mejor ayudar a Pastrana que dejarlo solo con el riesgo inmenso de que la crisis se agrave más y las predicciones de López Michelsen se cumplan.
El último elemento surge del nombramiento como Zar antidrogas de un general retirado como es Barry Mc Caffey, que impregnó con su visión militarista el problema de las drogas y se convirtió en el principal gestor del nuevo plan, que desplazó a la DEA del control de esta política.
Los efectos ‘made in Colombia’
Uno de los primeros efectos y más críticos desde el punto de vista social, será el desplazamiento de población civil de las zonas de erradicación y combates. Un elevado porcentaje de las 300.000 personas que laboran alrededor de la coca y la amapola se irán a otros sitios. Las migraciones serán en distintos sentidos: unas se dirigirán a ciudades como Cali a buscar formas de sobrevivir; otras insistirán en sus cultivos buscando dónde extender la frontera agrícola; un tercer segmento preferirá probar suerte en países vecinos generando nuevos conflictos fronterizos; y un último grupo –de jóvenes en especial– se alistará en las filas de guerrillas y paramilitares, por simples motivos de supervivencia.
Estas consecuencias son muy difíciles de neutralizar con el Plan Colombia, no sólo por las limitaciones presupuestales que tiene en la parte social, sino porque crear condiciones para generar ingresos alternativos a los desplazados de la coca y la amapola, requeriría una gran inversión en infraestructura, créditos, tecnología, adecuación de tierras. Es decir, una gran y moderna reforma agraria que nadie está dispuesto a asumir en el país.
Los cuatro mil millones de dólares de los que habla el gobierno, en realidad no están disponibles porque el país está en su peor recesión económica, porque el Estado se encuentra casi en bancarrota, por la fuga de capitales y por la desconfianza internacional que dificulta la financiación externa, en especial después del fallido anuncio del referendo. Además, los dineros que anuncia el gobierno en el fondo no son partidas nuevas en su gran mayoría, sino que son viejos rubros que se han reagrupado para presentarlos como el aporte de Colombia al plan antidrogas. Esto tiene sentido porque sí gasta esa plata, pero no es una inversión fresca, nueva y masiva para el plan de desarrollo alternativo que se requeriría para neutralizar los efectos sociales de la erradicación de cultivos ilícitos.
Por su parte, la ayuda europea, que en el mejor de los casos llegaría a US$800 millones en un período de cinco años, tampoco es suficiente para sacar a flote un plan alternativo de desarrollo. Además, los europeos están molestos porque Washington arma la guerra, pero pretende que sean los europeos quienes costeen la cura de las heridas sociales. Este ambiente le dificulta a Colombia lograr un apoyo más importante que el conseguido hasta ahora.
El incremento de las fuerzas irregulares
En el campo del conflicto armado es donde las consecuencias pueden ser aún peores. Por un lado es claro que la distinción entre erradicar cultivos y combatir la guerrilla es muy sutil. Es decir, el riesgo de que apenas se inicien las operaciones militares también se inicien combates con frentes guerrilleros es muy alto. La guerrilla, por supuesto, no se va a enfrentar con un enemigo superior, y lo obvio es que disperse sus fuerzas a lo largo y ancho del país para crear muchos focos de desorden y desestabilización. Esta tarea es “fácil” para la guerrilla, mediante acciones contra la infraestructura o atentados contra diversas instalaciones o entidades públicas y privadas. Es de prever también que la guerrilla desplace comandos urbanos para hacer atentados terroristas en las grandes capitales, que minen la credibilidad en el Plan Colombia y generen –por temor ciudadano– una corriente de opinión proclive a una rápida negociación, como ya lo experimentó con éxito en el pasado Pablo Escobar.
Pero también la guerrilla buscará desplazar frentes hacia las fronteras para internacionalizar el conflicto, lo que ya está ocurriendo y se expresó en la cumbre de Brasil de la semana pasada. Como a ninguno de los vecinos le conviene ni la migración de civiles ni la llegada de grupos armados irregulares a sus fronteras, el riesgo de un aislamiento a nivel regional de Colombia, con las consecuencias comerciales, es elevado a pesar de la presión en sentido contrario de los norteamericanos.
Ahora, el plan de reclutamiento que ya empezó a ejecutar la guerrilla (y que explica el auge de secuestros y de tráfico de armas) tiene sentido en la medida en que es fácil incorporar a centenares o millares de jóvenes que van a ser parte de los desplazados. Dos o tres mil nuevos guerrilleros y dos o tres mil nuevos paramilitares cambiarán la ecuación militar en el país. Este efecto es tal vez uno de los más difíciles de neutralizar porque los jóvenes se van a ver con el plan de erradicación, ante una situación de supervivencia en la que la única alternativa real para superarla la ofrecen los paras o los guerrilleros.
Por último, está el tema de la escalada tecnológica de la guerra interna. Así como
ahora las Farc usan las pipetas de gas como bombas explosivas (un avance para ellos) es probable que encuentren el arma indicada para neutralizar la principal amenaza que les plantea el Plan Colombia: los helicópteros artillados. En el mercado negro internacional están disponibles varios tipos de misiles tierra-aire, como los Stinger, que bien manejados pueden derribar un helicóptero o neutralizarlo en tierra. Una vez se inicie el uso de este tipo de armas, el ejército de Estados Unidos se verá en la obligación de encontrar la manera de evitar esos ataques y de recurrir, como en otras guerras, a bombardeos masivos o al uso de defoliadores, para dejar al descubierto a los guerrilleros y obligarlos a salir de la zona. Esto quiere decir, que el conflicto se escala y se degrada. Un dato sirve para ilustrar los costos de las escaladas militares: en la guerra de El Salvador (del tamaño de Cundinamarca y la población de la gran Bogotá) Estados Unidos invirtió durante diez años US$10.000 millones sin lograr el triunfo militar de su ejército local.
The Colombian US Army
Pero paralela a estas consecuencias que pueden surgir en el terreno del combate, se encuentra una que toca a las Fuerzas Militares: su reforma y su conducta frente a los derechos humanos y el apoyo a grupos paramilitares por parte de algunos de sus integrantes.
Los norteamericanos lo han dicho con toda claridad y en todos los tonos. La Fuerza Pública tiene que reformarse para ser eficiente y tiene que ganar legitimidad y respaldo para su accionar respetando realmente los derechos humanos y las normas de guerra y separándose del todo y de hecho de los grupos paramilitares. Los gringos no aceptan más retórica en este terreno. Es una exigencia de Washington, que implica un problema político para Pastrana y su sucesor: lograr que los militares acaben con la impunidad interna, estableciendo un verdadero tribunal de justicia que sancione a los oficiales que se salgan de las normas. No basta, como ocurre hoy, que los militares acusados sean suspendidos de sus cargos, sino que se requiere una sanción para que los integrantes de las Fuerzas Armadas aprendan a respetar las normas y erradiquen las prácticas ilegales en su interior. El costo político interno de cumplir esa exigencia de Washington va a ser inmenso.
Es probable que ahora, tras la ida de Clinton, la cortina de humo tendida por muchos de los grandes medios se disipe y el país empiece a ver lo que nos deja a su paso el mandatario norteamericano, para prevenir algunas de las consecuencias negativas y evitar que ocurran las peores. Los medios colombianos pecaron de superficiales con la visita de Clinton.
Ramón Jimeno