Los informes del Palacio de Justicia. El difícil drama de la realidad.

Tarde o temprano saldrá a relucir la verdad sobre la investigación oficial del Palacio de Justicia. Ésta no puede arrojar mayor novedad, sino detalles de cómo fueron los pasos militares y civiles para llegar a la conclusión a que se llegó. Pero sí puede arrojar luces sobre el funcionamiento de los mecanismos estatales en una crisis como la que provocó el M-19 con su acción suicida.

El ejército y sectores del gobierno están preocupados por lo que la investigación pueda concluir. Curiosamente, luego de afrontar nacional e internacionalmente la difícil decisión y la responsabilidad de todos los resultados como lo hizo el jefe del Estado y comandante máximo de las fuerzas armadas, ahora eludir el tema parece una opción inconsistente.

Fue el mismo gobierno el que creó mediante decretos especiales el Tribunal que investiga los hechos. La voluminosa recopilación de 20.000 folios, ahora tienta a juristas, periodistas, políticos, analistas y a la opinión pública. Como sucedió con la del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. No es extraño que se quiera saber la verdad sobre hechos que afectan a las instituciones. Y así mismo ¿por qué un régimen elegido por voto popular y un ejército que pretende representar y proteger los intereses de la nación, le podrían tener miedo a la confrontación pública?

En un país de democracia plus cuan imperfecta, le sería sumamente sano que el debate se diera en público. No sólo para que de pronto se llegue al convencimiento nacional de que la fórmula utilizada por el gobierno en el Palacio de Justicia es la mejor para contrarrestar las aventuras guerrilleras y salvaguardar las instituciones. Sino que con esa misma lógica, la mejor fórmula para desarrollar las instituciones democráticas y evitar que se repitan esos episodios es la de dejar que el debate fluya, que la opinión pública pueda formarse libremente su propio criterio. Para que esto suceda, necesita información libre, y no desinformación.

Las decisiones

El eje del debate se origina en dos decisiones que tomó el gobierno nacional el 6 de noviembre. Una, la de «no suspender el operativo militar». Y dos, la de «no negociar con el terrorismo». Esta decisión la asumió el gobierno luego de oír la grabación del M-19 donde sentaban sus exigencias, el 6 a la una de la tarde. Así lo manifestó un alto funcionario del gobierno, presente en el Palacio de Nariño durante la crisis y así mismo lo registra el acta-constancia del Consejo de Ministros del 6, que aún no se ha divulgado. Hubo otra decisión, que es realmente la que genera las críticas al gobierno. Se supone que el Presidente es el comandante de las Fuerzas Armadas. Como tal, Betancur o el ocupante de turno del Palacio de Nariño puede ordenar las acciones militares, y/o ponerse al frente de las mismas. Son dos funciones distintas que puede ejercer discrecionalmente. Betancur tomó la primera vía. Dio la orden de recapturar el Palacio militarmente, pero no se puso al mando de las operaciones.

El uso subdesarrollado del poder militar

Reagan ordenó la invasión a Granada y asumió las dos funciones. Lo mismo sucedió cuando ordenó los bombardeos contra Libia. Y cuando un grupo extremista libanés secuestró un avión de TWA lleno de pasajeros norteamericanos, el Presidente Reagan directamente supervisó todos los preparativos militares, pero decidió no actuar así para preservar la vida de sus conciudadanos. El hombre más duro en su política antiterrorista, sin negociar con los extremistas, logró su objetivo. Y esto tiene un fondo. En todos los manuales de guerra se explicita que el contenido de las acciones es siempre político. La lucha militar es política en su naturaleza, no es un fin en sí. Una movilización militar, por ejemplo, puede originar mejores resultados políticos que una agresión instantánea y decisiva, militarmente fulminante. En una democracia desarrollada, este principio se entiende así y así se maneja. Los mismos militares son además preparados en el terreno político para que sepan medir en su accionar las consecuencias de sus operaciones y tomar decisiones más acertadas.

Lo vemos todos los días en la crisis centroamericana. Las maniobras militares norteamericanas en los alrededores de Nicaragua no son otra cosa que el uso del instrumento militar para presionar a los sandinistas a que no obren del tal o tal otra manera. Los «contras» no son nada distinto a otro instrumento norteamericano de presión, que no tiene posibilidades militares, pero en cambio son de una gran utilidad política. En ambos casos el manejo político militar es directo: advertirles que un poderío militar superior está listo a actuar decisivamente. A nadie escapa la gravedad de la crisis política mundial que estallaría si Estados Unidos invadiera militarmente a Nicaragua. Son los mismos oficiales del Pentágono los que más se oponen a esta solución, si bien el triunfo militar serla incuestionable. Curiosamente, el no uso de la fuerza militar resulta más efectivo para lograr el objetivo político. Es su poder disuasivo, antes que los efectos letales de las armas, lo que sirve.

En nuestras naciones latinoamericanas, tan acostumbradas a los baños de sangre, el factor militar representa más la pasión de imponerse ante el enemigo, que la función de preservar la integridad nacional. Las dictaduras de Argentina y Uruguay, así como la actual de Chile hablan por sí mismas. Se trata de aplastar militarmente a un enemigo que en este terreno no tiene ninguna opción. Y siendo nacional el enemigo, los remedios que pretende la vía armada en bruto sólo abren nuevas crisis. Una cosa es que una nación odie a otra que la invade y derrota, y otra, que la nación se divida en grupos que se odian. El juicio a los militares argentinos no es otra cosa que el reconocimiento del error político que significó la masacre contra los grupos insurgentes y miles de inocentes a su alrededor. En el caso colombiano de los cincuentas, la misma facción política que estimuló la violencia, fue la que a los pocos años desistía de su procedimiento para aliarse con su «enemigo» liberal. Los resultados del Frente Nacional para los conservadores demuestran que sin duda alguna les fue mejor por la vía política que por la armada. Aunque la mayoría de los 150.000 muertos los pusieran las bases del Partido Liberal.

Los detalles de la acción

El problema de los informes del Palacio se agiganta por el temor a las reacciones que pueda originar el descubrimiento de los macabros detalles del operativo militar, lo que por demás es propio del ejercicio de este instrumento político. El ejército norteamericano durante la guerra de Vietnam tuvo que someterse al examen público cuando se descubrió la innecesaria masacre de Mae West, contra civiles indefensos. Pero los resultados del examen fueron más bien positivos. Por un lado, la nación que veía la guerra como espectadora de la televisión se dio cuenta de los horrores que se generan por la denominada «dinámica de guerra». Por otro, la jerarquía militar aceptó que estaba perdiendo, pues al llegar a esos extremos, era obvio que su moral de combate estaba por el suelo. Si se está seguro y plenamente convencido de la causa que se libra, la moral del combatiente no cae, y por lo tanto no necesita abusar ni excederse para demostrar que es superior. Por el contrario, mientras actúe con mayor altura, más desmoraliza a su enemigo. En el Palacio de Justicia, sin ser una guerra lo que vivimos, el país despertó, como tal vez quisieran los militares y los guerrilleros que provocaron el hecho. Ahora se sabe, con sólo ir a la 11 con séptima en Bogotá que de esta guerra sólo quedan los muertos. Y los efectos de estas muertes, si la nación maduramente es capaz de debatir el episodio. Ocultarlo lleva más a que ni la guerrilla ni el gobierno que ordenó el contraataque reflexionen sobre sus vías.

Por supuesto, el debate debe tener un marco para que no se desvíe de su objetivo, que no debe ser otro que el de analizar los mecanismos estatales y la estrategia política para evitar que se produzcan esas situaciones. Por ejemplo, puede y debe molestar al gobierno y los militares desde su punto de vista, el que sus decisiones y acciones durante la recaptura no se ubiquen en el momento del drama sino que se analicen fríamente meses después. Como si el gobierno hubiera tenido tiempo de organizar y evaluar con precisión lo que podía suceder, en un hecho tan grave y que no daba lugar a esperas. Pareciera, como con razón lo anotara en alguna ocasión el general Vega Uribe, que los culpables del episodio hubieran sido los militares y no el M-19. Y en vez de juzgarse y condenarse su actuación, se juzga a quienes resolvieron en favor del Estado el difícil episodio.

Pero es obvio que no se trata de eso. Además la condena al M-19 ya se hizo, no sólo con la muerte que pagaron los miembros del comando, sino con la sanción política. De hecho, no figuran como héroes en la conciencia nacional los guerrilleros muertos, ni despiertan este sentimiento. Por el contrario, se reconoce apenas que son víctimas de su propio desfase político. Por ello la preocupación nacional no es descubrir los motivos absurdos que llevaron al M-19 a su accionar, sino descubrir cuál fue la pieza que le faltó o sobró a la maquinaria estatal para evitar tanta muerte, sin por supuesto «entregar las instituciones». Si su conciencia está tranquila porque consideran que así salvaron las instituciones colombianas, nada sería más sano para el fortalecimiento democrático del país que ventilar la verdad.

Pareciera que las instituciones que «se salvaron» con el episodio violento tuvieran miedo de enfrentarse a la realidad, que no es otra sino la inmadurez de una democracia que no sabe administrar políticamente la fuerza militar del Estado.

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