Modernización privatizadora

El Espectador

Los decretos expedidos por el gobierno para eliminar y reformar algunas entidades públicas y hacer más eficiente la prestación de varios servicios, privilegia la aplicación de la política privatizadora, antes de representar un esfuerzo integral del gobierno para modernizar el Estado y lograr que cumpla con eficiencia sus responsabilidades.

El gobierno parte de una creencia: que al retirarse de tareas como el mantenimiento de las vías, la investigación agropecuaria, o de servicios de salud hospitalarios, es más moderno el papel del Estado. En realidad, lo que hace es dejar en manos del sector privado esas funciones, sin que exista la garantía de que preste el servicio con mayor eficiencia para la comunidad. Si bien es incuestionable que el sector privado es más eficiente, es necesario tener en cuenta que sólo actúa donde es rentable su operación.

Es evidente que hay muchas áreas de servicio -en salud, por ejemplo- que en países pobres el Estado no puede dejar de subsidiar sin que parte de la comunidad se vea afectada, simplemente porque se le acaba la posibilidad de acceder al único servicio de salud, eficiente o no, a su alcance. La función del Estado no es la de hacer rentables sus responsabilidades ante la ciudadanía, sino la de buscar que los servicios básicos le lleguen a la población.

Las tesis de los neoliberales criollos han hecho creer que la población más pobre es perezosa y se echa en una hamaca a esperar la comida, la educación y la medicina subsidiada del Estado, a costa de unos sudorosos empresarios que en vez de reinvertir sus utilidades en esfuerzos productivos, le pagan tributos al Estado para que éste los redistribuya en servicios para los ineficientes. Se olvidan aquellos teóricos de que la función del Estado se refiere al individuo, a todos los individuos, y no sólo a ellos. Y que una nación progresa cuando progresa su gente.

Por eso, dentro de los decretos privatizadores, el reto para entidades como el ISS o la Caja Nacional de Previsión, que deben entrar a competir con los costos del sector privado para brindar servicios a población sin recursos para pagarlos, es más que complejo: casi imposible. En la práctica, los decretos son una condena a muerte, no de las entidades cobijadas con la privatización, sino de la función pública que cumplían.

Es como si en seguridad o en justicia el gobierno hiciera lo mismo: adoptara los parámetros de eficiencia y rentabilidad del sector privado. Así, el Ejército debe generar sus propios ingresos al igual que la Policía, y los agentes y soldados ganar como los mercenarios del sector privado. O la justicia, en manos de particulares, sin la mediación estatal. La discriminación de las funciones que se reserva el Estado (justicia y seguridad) y las que abandona (salud, infraestructura agraria y vial, entre otras) deja ver un sabor elitista, un concepto de Estado privado para unos sectores y no para todos los colombianos.

Ese concepto del Estado privado se expresa en los decretos, en la falta de un esfuerzo por aplicar correctivos y modernizar las entidades burocratizadas, que sin duda muestran una trayectoria de grandes despilfarros, de escandalosos robos, como los registrados en Cajanal. Como no cumplen bien su función, hay que suprimirlas, dejando claro el desprendimiento del Estado de su responsabilidad de brindarle algún tipo de salud a la comunidad.

En los servicios de alta rentabilidad, como el de comunicaciones, gracias al monopolio estatal de varias décadas, el modelo privatizador tiende a ser operativo. En particular, Telecom sale beneficiada al eliminarse las trabas que le impedían actuar con la agilidad del sector privado, sin perder la experiencia y las ventajas competitivas que ha logrado y que son un patrimonio de todos los colombianos, que no se podía pasar a manos privadas sin que hubiera significado entregarle el esfuerzo colectivo a un grupo privado (un subsidio al capital privado).

Un sector que se quedó años luz atrás de las necesidades de la industria nacional es el de la formación de técnicos. El Sena los produce para la industria de los años sesenta, pero todos los sectores revolucionados por la informática y los nuevos campos productivos de los noventa, adolecen de una oferta de técnicos para asumir con eficiencia las tareas. El precio es que los empresarios y sus gremios han tenido que asumir de manera desordenada y muchas veces duplicando costos y esfuerzos, la formación de su fuerza laboral. El decreto correspondiente abre las compuertas para que se modernice la entidad y se incorporen corporaciones privadas (sin ánimo de lucro) a la formación de los nuevos técnicos que requiere la industria nacional.

Es interesante el contraste entre el anterior reconocimiento de la necesidad de formar mejor a la gente para que se pueda producir bien, y el de eliminar otros servicios (salud) a la misma gente, desmejorando las condiciones materiales para producir. Hay una contradictoria forma de asumir el papel del Estado, donde la obsesión privatizadora aporta la parte negativa.

En seguridad y orden público, donde el Estado Gaviria no abandona un centímetro pretendiendo establecer -ahí sí- un Estado fuerte y autoritario, las medidas también son contradictorias. Si de eficiencia se trata, no hay entidad que requiera más su reestructuración total como la Policía Nacional. El servicio que presta es tan pobre y los niveles de corrupción tan altos, que resulta impensable que un gobierno pretenda establecer la autoridad del Estado con funcionarios que tanto daño le hacen a la
ciudadanía.

La Policía Nacional, salvo los cuerpos especializados que empiezan a mostrar alguna eficiencia, afecta doblemente a la población. De una parte, por la inefectividad (o ausencia) del servicio, pero de otra, porque se ha constituido en una gran burocracia armada que se lucra de una tributación paralela sobre los particulares. Allí no llegan ni
la modernización ni la privatización gaviristas. Como tampoco al Ejército, preparado para grandes guerras externas y dedicado a combatir contra un enemigo interno que nunca retrocede.

Esas dos entidades representan el 15% de la burocracia nacional y otro tanto del presupuesto nacional. Difícil encontrar otra área del Estado donde sea mayor la ineficiencia y el daño al mismo Estado y a la comunidad. En este terreno, los decretos registran un paso importante del gobierno, al crear la Unidad de Seguridad y Justicia,
adscrita a Planeación Nacional. Al fin se crea un organismo de corte y dirección civil, donde empezará a dársele racionalidad al gasto público en seguridad. Pero es una medida que afecta el largo plazo y que a corto deja intacta la ineficiente estructura encargada de lograr una mínima seguridad nacional. La pluma tiembla en las manos de los mandatarios cuando se enfrentan a la realidad de la necesaria reforma de los organismos de seguridad.

Y también son importantes los decretos para la agilización de funciones propias de la justicia, aunque sus efectos sólo se verán en varios años si se desarrollan con los criterios acertados. Aunque de nuevo, mientras no existan organismos de seguridad competentes, será difícil que la justicia sea operativa.

En últimas, los decretos muestran mucho más de privatización que de modernización, y una tendencia a aplicar los principios que el gobierno no defendió en la Constituyente, contrariando -como lo dicen los críticos consejeros de Estado- el espíritu de la nueva Constitución en muchos aspectos y desbordando las atribuciones que se le entregaron al gobierno.

Ramón Jimeno

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