Debate de militares (r) y no r
El Espectador
Las transformaciones que han venido presentándose en la sociedad colombiana se expresan, de modo particular, en sus instituciones. Tal es el caso del Ejército. Quiénes más apropiados para opinar de este organismo que los militares mismos. Es éste el diagnóstico resultante de ocho horas de diálogo con dos generales en retiro y dos oficiales activos (que prefirieron el anonimato) sobre las Fuerzas Armadas de nuestro país.
El debate sobre el desempeño de las Fuerzas Militares tras la ofensiva de la Coordinadora Nacional Guerrillera (CNG) debe partir por el análisis y la definición de la misión que se les ha trazado. Si el gobierno buscaba que las Farc combatieran para medir su capacidad desestabilizadora y su poder de negociación, el ataque a Casa Verde cumplió su objetivo. Pero si el propósito era desvertebrar su dirección y reducirles capacidad operativa, la misión habría sido un fracaso.
La confusión sobre el objetivo militar refleja lo lejos que se encuentra el país civil de la discusión sobre la política de seguridad y de la realidad de sus instituciones. Si las tres ramas del poder público no funcionan correctamente, ¿por qué el poder castrense habría de ser la excepción? Así como los congresistas usan el Parlamento para reproducir y mantener su clientela en vez de legislar, es lógico suponer que la institución militar asimiló vicios políticos, convirtiéndose más en un sistema para brindarle bienestar a su personal que en un órgano eficaz para la defensa interna.
Esas opiniones críticas y las que se recogen a continuación fueron expresadas por un grupo de altos mandos militares en retiro, que prefieren permanecer anónimos para que el debate no se centre en las personas sino en la política de seguridad y en la precisión de la misión de las Fuerzas Militares del país.
Herencia maldita
Según los oficiales en retiro, del Frente Nacional el país heredó una práctica: en vez de ingresar a las instituciones para prestar un servicio, la gente se vincula para servirse de ellas. Bajo este modelo, los órganos del Estado se convirtieron en centros de empleo y bienestar y en fuente de enriquecimiento para sus administradores. La justicia no opera correctamente, pero los jueces y empleados judiciales tienen su régimen salarial y prestacional asegurado. Igual sucede con los educadores o los empleados petroleros. El Congreso no legisla ni controla al Ejecutivo, pero los parlamentarios se auxilian para mantener aceitada su maquinaria con el presupuesto nacional. Así funciona el Estado, y no hay motivos para suponer que las Fuerzas Militares se hubieran marginado de ese proceso.
Bajo ese supuesto que rompe la idea de que las Fuerzas Militares funcionan bien a pesar de que el resto del Estado funciona mal, los oficiales se preguntan ¿cuál es la misión específica que se le asigna a la institución frente a la amenaza subversiva: ¿destruirla o neutralizarla? Si es neutralizarla, ¿existe un tratamiento coherente que busca abrir espacios de maniobra política? Si es destruirla, ¿es apta la organización actual para esta función?
Una guerra elemental
La guerra que se libra en Colombia es elemental; cuatro campesinos pueden detener el tránsito, quemar buses y camiones, sin haber tomado ningún curso militar en Francia ni de terrorista en Afganistán. Para abrirle un hueco al tubo (el oleoducto) o tumbar una torre de conexión eléctrica sólo se requiere un curso de explosivos de una semana. Esto implica que la parte operativa y procedimental de la respuesta militar se dé en los niveles más bajos de la estructura castrense. No se envía a un general a combatir contra tipejos que se dedican a tumbar torres con explosivos. Estas misiones son para el teniente, el subteniente, el capitán o el sargento. Los escalones más bajos de la jerarquía son los que pelean en esa guerrita. Este personal está sometido a presiones que limitan su desempeño y además, carece de una adecuada formación que lo motive a combatir.
Las presiones provienen de una larga escalera de instancias intermedias: un presidente, un asesor de seguridad nacional, un ministro de Defensa, un comandante del Ejército, un segundo comandante del Ejército, un comandante de División, un comandante de Brigada, un comandante de Batallón y un comandante de Unidad Fundamental, Compañía o Escuadrón. Son diez niveles y es en el último donde se resuelven las situaciones de la guerra. Los vicios del clientelismo se reflejan en esa estructura jerárquica, que parece “inadecuada porque más que cumplir con su misión, el personal está pendiente de gustarle al oficial que se encuentra en la escala hacia arriba; cada uno se cuida al máximo porque su objetivo es satisfacer sus ambiciones”.
La preparación psicológica también es inadecuada. Los que van a luchar no tienen motivaciones para que a la hora del combate individual se les cree una verdadera voluntad de lucha. “Ni los soldados, ni los bajos mandos tienen clara cuál es la razón de su lucha”. Muchos creen que pagando buenos sueldos se hacen buenos soldados, pero esta creencia es errónea. “Los que guerrean por dinero, son mercenarios. Los soldados pelean por principios.
El Ejército argumenta que sí se prepara al soldado. Y los oficiales retirados aceptan que es cierto, pero se hace sobre símbolos o elementos abstractos. La bandera, una oración, el uniforme o la defensa de la libertad y la democracia. ¿Qué es para el sargento o para el soldado la vigencia de la democracia? Ellos la conocen por unos señores que llegan a sus barrios o pueblos, en busca de votos a cambio de promesas. Entonces, ¿dónde está la nobleza de la causa por la que los soldados se tienen que jugar su vida?
Estudios regulares
En los cursos se estudian materias que se refieren más a la guerra regular. Son escasas las preguntas sobre la conformación del ejército irregular, sobre su forma de reclutar y sobre las diferencias entre uno y otro. A un combatiente irregular se le deja libre en un medio ambiente, con su instinto. Actúa con simple sentido común y no como resultado de una formación académica. En la guerrilla las pautas de acción no son tan rígidas como en el Ejército, donde la preocupación es por el uniforme, por la limpieza de los predios del cuartel, por el régimen disciplinario interno: hay que saber cómo levantarse, cómo acostarse, cómo comer, cómo saludar, cómo hablar.. le dicen cómo debe hacer todo.
Los soldados no piensan cómo resolver el problema que se les presenta. Esperan la orden de su cabo y éste la del sargento y éste la del teniente y éste la del capitán. Siempre les dicen lo que tienen que hacer. Cuando toman una iniciativa les caen encima: “¡Métanse sus ideas en el fundillo! No pregunten. ¡Cumplan la orden!”. Ésa es la base de la formación.
El Ejército lleva cuarenta años combatiendo las guerrillas y tiene experiencias positivas y negativas de esa lucha. Pero no hay un sistema para estudiar, revisar y aprender de su propio historial. En el Vichada -en los años 60s- fue aniquilado un pequeño grupo: en Santander del Sur, en los años de Camilo Torres, se neutralizó al ELN y se les puso a divagar por distintas regiones en terrenos políticos menos propicios para ellos y por consiguiente se volvieron más vulnerables. Por eso se llegó al golpe en Anorí. Pero no se analizan ni se evalúan esas campañas como parte regular de los estudios.
Mientras en el ejército irregular se piensa durante las 24 horas del día en todos los aspectos de la guerra, en el ejército regular no se piensa. Durante la formación le entregan al oficial una carta planimétrica que muestra un terreno como una mesa. En la guerrilla, en vez de mapa le entregan un terreno y si acaso un croquis. En el Ejército obligan a los oficiales a memorizar y a resolver problemas que no tienen nada que ver con la realidad que enfrentan.
Un Ejército brillante
En Melgar, en el centro de instrucción de las Fuerzas Militares, la gente hace un gran esfuerzo físico: trota, suda, grita, realiza pruebas de confianza -tirarse del puente sobre el río Sumapaz, lanzarse por un cable, bajar una roca- mientras gritan: “¿Tiene sueño? ¡No! ¿Tiene novia? ¡No! ¿Tiene hambre? ¡No!”. Y los alojamientos están bien presentados. En los cuarteles se hace un gran esfuerzo en este sentido. “¡Todo debe estar brillante, todo lustroso, gente muy enérgica! Sin embargo, nada de esto prepara para esta guerra. Se hace un gran esfuerzo para tender la cama pero a la hora de patrullar no hay cama. El lustrado del calzado es muy importante en el cuartel, pero cuando va al monte encuentra barro y polvo y no puede estar pendiente del brillo de sus botas”.
En el cuartel los soldados gritan: “Permiso, mi General: el soldado centinela se presenta sin novedad…”. Y a la hora de patrullar no sólo no se puede gritar sino que la
comunicación es por señas para que se agachen, se desplacen o avancen. Hay un desfase entre la preparación del hombre y las exigencias de la realidad.
La Inteligencia
En la oficina más importante de las Fuerzas Militares, el Departamento 3 de Operaciones del Estado Mayor Conjunto, se encuentra el plan de guerra para enfrentar las hipótesis del conflicto interno. Hay volúmenes enteros sobre la materia. Los oficiales consultados lo consideran de excelente calidad incluso por sus ayudas audiovisuales. Es ideal para que lo vean el Presidente o los ministros y hasta los miembros de las comisiones del Congreso, cuando van al Ministerio de Defensa.
Son estudios inspirados en la doctrina táctica de Estados Unidos, porque la mayoría de los oficiales que los elaboran se forman en la Escuela de Estado Mayor de Leavenworth (Kansas). Allí aprenden las técnicas de confección de documentos. Pero el plan no tiene en cuenta las propias informaciones de Inteligencia que a diario recogen los uniformados.
En 1983, por ejemplo, las Farc realizaron un pleno en la Escuela de El Palmar (Sumapaz) cerca de Casa Verde. Allí les señalaron a sus cuadros que el proceso de paz era un recurso táctico y que los frentes debían preparar sus objetivos y realizar las labores de Inteligencia necesarias para que, cuando se rompiera el proceso, pudieran golpear sistemática y rotundamente al enemigo. ¿Qué hizo el Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Militares, el órgano de planeamiento, con esa información? ¿Determinó siquiera las capacidades de sus enemigos para impedirles su accionar? La respuesta es lo que sucede hoy.
La vocación administrense
El eje de operaciones del Estado Mayor Conjunto, así como la mayoría de los generales están ocupados en otras cosas. Entre ellas, en asistir a gran cantidad de reuniones administrativas. Las Fuerzas Armadas tienen adscrita una amplia gama de establecimientos: Indumil, el Hospital Militar, el Club Militar, la Caja de Vivienda Militar, la Caja de Sueldos y Retiros, los Fondos Rotatorios del Ejército, la Marina, la Fuerza Aérea, el Instituto de Casas Fiscales, la Universidad Militar… y los generales se distribuyen en las juntas directivas. Toman decisiones y hacen estudios administrativos. Es más notoria la vocación por la administración de los recursos castrenses, que la vocación por el combate.
Cuando un batallón sale del cuartel al monte, lo primero que hace el coronel al llegar es instalar su radio. No pregunta dónde está el enemigo, ni averigua la historia de los que están causando problemas, quién es el jefe, dónde hay combates, dónde hubo emboscadas ni le preocupa el estado anímico de los campesinos, o el sistema de transporte, cómo les llegan los abastos a los guerrilleros para neutralizarlos o interferirles las líneas de abastecimiento… no. El coronel instala su radio para averiguar cómo va la cría de marranos que montó para financiar la cancha de bolos del Casino de Oficiales.
La Escuela Superior de Guerra es el instituto más elevado de capacitación militar. Es donde se adelantan los cursos de Estado Mayor, los altos estudios militares, la capacitación en el pensamiento militar de quienes van a ser los conductores del Ejército. Sin embargo, no hay en el panorama del escalafón pensadores formados por la escuela. Hay un Valencia Tovar o un Ruiz Novoa, un Landazábal, o un Puyana. Pero se formaron ellos mismos. No hay escritores ni analistas militares con la capacidad de presentarse en escenarios de altura para ganar la credibilidad y la aceptación de sus tesis frente a la opinión pública. A veces salen, pero entonces actúan de manera impolítica o arrogante, al contrario de como lo hace su enemigo. En todo caso, de la Escuela Superior de Guerra no ha surgido un pensamiento militar capaz de anticiparse en el análisis al desarrollo de los acontecimientos, para prevenirlos y neutralizarlos.
En los altos estudios se analizan los problemas nacionales. Se invita al Ministro de Hacienda para que exponga durante dos horas la situación del fisco nacional. Pero el estudiante para General de la República no se inquieta por presentarle al Ministro de Defensa un estudio sobre la tributación paralela que estableció la guerrilla. Asisten politólogos que se pasean con propiedad por las modernas escuelas del pensamiento político de Europa, pero el estudiante para general no piensa en el problema politológico de San Vicente del Caguán o San Vicente de Chucurí.
La operativa o la móvil
«Un sistema que dio resultado en los años 70s fue el de los Comandos Operativos -con el General Herrera-, como el No 10 en Anorí. Funciona con sólo tres áreas: Inteligencia, combate y psicología. Se apoya en su brigada respectiva, con una intendencia que le releva y elimina todas las tareas administrativas, de personal, de servicios, alimentos, municiones, vestuario. El comandante sólo utiliza las unidades de operación de Inteligencia para el combate, y las psicológicas para convencer a la gente.
Las brigadas móviles, en cambio, son unidades pesadas en equipo: helicópteros y esas cosas, a la manera estadounidense de Vietnam. Las móviles se copian del mismo modelo: tomar la unidad, recogerla en helicóptero y ubicarla en otra parte. Tiene el inconveniente de su temporalidad. Realiza episodios aislados, sin continuidad. El caso de El Bagre es notorio. Allí estuvo una Brigada Móvil durante meses, en la parte occidental de la cordillera de San Lucas. Se fue pero el ELN permaneció. Y hace pocas semanas incendió en Zaragoza valiosos equipos de una compañía francesa.
Hacemos esfuerzos por adquirir aviones para lanzar paracaidistas, y existen batallones de éstos. Pero nunca se ha utilizado en una operación seria. No se usan, pero los seguimos formando porque existen en el Ejército de Estados Unidos. No hay una organización adecuada a las características de nuestra guerra. Los oficiales vuelven de las escuelas estadounidenses preparados para otra guerra, no para ésta que es irregular».
La moral interna
El ascenso del General Camacho Leyva es para muchos de los oficiales retirados – consultados-, un episodio que determinó el “quiebre de la estructura moral” del Ejército. Fue el rompimiento de la tabla de valores castrenses. “Camacho Leyva demostró cómo llegar a ser un general exitoso sin usar el uniforme camuflado. Porque lo fue todo: Comandante General del Ejército y de las Fuerzas Militares; Ministro de Defensa cuatro años -el más célebre de la Administración Turbay-: otros cuatro años Embajador en Roma. Y mientras Camacho Leyva, que jamás conoció un bandolero, recibía todos los honores, un general como José Joaquín Matallana, que los combatió con éxito, fue retirado del servicio sin elegancia”.
¿Cuál es entonces el modelo que se estimula y el que atrae a quienes siguen en el escalafón? El del general que triunfó, el de Camacho Leyva, no el de los combatientes como Valencia Tovar.
A los generales los escogen los mismos generales, por cooptación. Con excepción del presidente Barco, que aplicó su criterio personal, los demás mandos han administrado discrecionalmente el escalafón. Es otra secuela del Frente Nacional. Los políticos introdujeron el clientelismo al Ejército y el Ejército se clientelizó. Alrededor del General Varón Valencia se formó un “sanedrín” en la época de López Michelsen, en el que se impuso la capacidad de intriga sobre el mérito, y la capacidad de adulación sobre la hoja de servicios. Por supuesto que es más fácil hacer lobby en un escritorio de Bogotá, que correr los riesgos del combate en el monte. Esa lucha burocrática es la que mantiene más ocupados a los generales. Su lucha no se da en las zonas de combate con armas y soldados, sino frente a un escritorio en la capital con papel y lápiz. Su lucha es por el presupuesto.
El Ministro de Defensa gasta más tiempo estudiando las ingentes sumas de arbitrios fiscales que se destinan al bienestar del personal, que al análisis de la estrategia de lucha antiguerrillera. En el Ejército se piensa más en el bienestar, en preparar a la gente para la comodidad antes que para el sacrificio, la adustez y la precariedad de la guerra irregular.
¿Cuánto ha invertido el Ministerio de Defensa en el Club de Golf para altos oficiales al norte de Bogotá? Se vuelve difícil motivar a un sargento en el campo de batalla, sabiendo que su general está en un club con la alta sociedad del país. Los oficiales se preocupan por ser socios de los clubes que los hay para las distintas armas, además del Club Militar: de Infantería, de Artillería, de Ingenieros, los de Caballería, el Campestre de Melgar…
¿Cómo motivar a los oficiales de combate cuando los generales de escritorio son los que recibirán los lujosos apartamentos que el Ejército construye en Usaquén? La lucha en el escalafón es por ascender para acomodar a sus familias a vivir en esos apartamentos, con sus carros, porque tienen derecho a 2 ó 3 Mercedes. Uno para el general, otro para la esposa, y el tercero para la escolta y los hijos. Los vicios clientelistas.
Aunque el oficio del soldado en la guerra aquí se convirtió en una sórdida lucha en el escalafón para decidir quién se queda y quién se va, quién tiene que desocupar porque otro tuvo mayor capacidad de intriga.
Casa Verde, la ofensiva
«Lo importante en la guerra irregular no es la conquista territorial como sí pudo serlo en el golfo Pérsico, para sacar a los iraquíes de Kuwait. En la irregular, los objetivos no son los cerros, sino la guerrilla. Hay que entenderlo, porque si seguimos pensando que es sacarla de un sitio, no avanzamos. Un día de 1964 también sacamos a esa misma guerrilla de Marquetalia, y también de Riochiquito, del Pato y de Guayabero. En Guayabero se repitió en 1980. Y hace poco se hizo una operación cerca de la Uribe contra el estado mayor y el secretario de las Farc en Puerto Chigüiro». Y sin embargo, la guerrilla prospera. Se tuvo éxito en Marquetalia y en esas partes. Pero ¿qué éxito fue? Es no entender el problema ¿Cómo creer que un objetivo en el camino para derrotar a las Farc era tomarse Casa Verde?
Los conductores de las Fuerzas Militares no aceptan con claridad que la guerrilla es un fenómeno político militar y no impolítico militar. Esto significa que para una operación de esa naturaleza debe crearse simultáneamente un ambiente político. La operación militar pura y sola no es efectiva. Se puede ganar en lo militar pero perder en lo político y, dada la debilidad de la respuesta frente a la escalada guerrillera, es claro que las Fuerzas Militares no la midieron con anticipación.
¿Por qué no lo hicieron? Tal vez existe una arrogancia que es propia de los ejércitos regulares donde siempre se subestima la capacidad de los irregulares. Es la repetición de la historia. «Nos emboscan en sitios donde ya nos habían sorprendido en 1967 en 1978 y de nuevo en 1983. Se repiten los errores porque se repiten los procedimientos. Casa Verde es repetir Marquetalia».
Rectificar
Las conversaciones con los mandos en retiro llegan al mismo punto: es momento de revisar con humildad y sinceridad lo que pasa al interior de las Fuerzas Militares. Hay que lograr que esta institución sea lo más apta posible para combatir el problema. La actual organización tiene que revisarse. Puede ser volviendo a los Comandos Operativos o no, pero hay que plantearle un objetivo claro que puede ser o destruir la guerrilla, que no es fácil, o neutralizarla -que es menos difícil. ¿Cómo? Trabajando con la población civil. Mao Tse Tung lo dijo muchas veces: la guerrilla es a la población civil como el pez al agua. Si se le quita la población, la guerrilla pierde entorno.
Si se repasa cómo se pacificaron algunas zonas en la época de la violencia o en la de Anorí y el Vichada, se encuentra que siempre fue ganándose a la población. Es un trabajo lento, un proceso que de todas maneras hay que adelantar porque la guerrilla está en su fase final: la guerra revolucionaria, que es la ofensiva estratégica. De todas maneras, busca llegarle a las masas no por la simpatía que pueden despertar sus tesis sino por la desesperación. Es decir, magnificando sus insatisfacciones y sus
necesidades. Aparentemente las acciones que están realizando afectan y son contra la población civil. Hay que hacer una campaña grande para que la población civil tenga claro quiénes destruyen las empresas que les dan empleo a los servicios públicos que mejoran las condiciones de vida. Es una vulnerabilidad de la guerrilla que las Fuerzas Militares y el gobierno debieran aprovechar a fondo no haciendo cositas chiquitas sino una ofensiva de hondo contenido y de largo aliento. Mostrar que la guerrilla no resuelve problemas de desempleo y la marginalidad, sino cómo los acentúa. Esta guerra psicológica es esencial, más que comprar nuevos helicópteros y equipos sofisticados que dejan precarios resultados, como los aviones K ́fir , o más que pensar en bienestar adicional para los oficiales.
No hay relación entre los haberes que reciben los miembros de las Fuerzas Militares y su rendimiento y eficacia. A los oficiales se les entrega casa fiscal, se les financia el colegio para los hijos, se les pagan los gastos de salud y hospital inclusive para sus padres, se les da carné, acción en el Club Militar, créditos a través del Fondo Rotatorio para transporte. Pero precisamente al recibir estos beneficios no es cuando el oficial le va a decir a su mujer: “Bueno, mija. Ahí queda en su casa con esas comodidades. Ahora sí me voy y hasta que no acabe con los guerrilleros no vuelvo…”. Esto no pasa. No hay ninguna relación entre lo uno y lo otro. Al oficial le dan todos los beneficios y si lo van a mandar al Magdalena Medio, busca un motivo para no ir y si insisten sus superiores, entonces pide la baja.
Se necesitan combatientes que se comprometan con una causa. Y desde luego, el país debe entender que la causa que defienden los militares vale la pena como para morir por ella. Se reitera mucho que el espíritu de combate resulta de la asignación y del pago, pero no es cierto; esto como ya lo dijimos, es para los mercenarios, que no se comprometen sino por un dinero. Comprometen su apetito personal: es el sicario de Medellín que matan porque le pagan, pero no por una razón política o patriótica o moral.
El divorcio
Existe además un divorcio entre civiles y militares. El país político corrompió las costumbres y creó un clima de insatisfacción generalizada. Pero el país político cree que los militares deben morir defendiendo ese estado de cosas; los empresarios consideran que deben corromper a la policía o al funcionario, que pueden dar todo el ejemplo en el manejo de los dineros públicos y privados como los delincuentes de cuello blanco del sector financiero pero que los militares sí deben morir para mantener ese estado de cosas.
Hay que entender que el militar después de una jornada de 40 años de lutos y cruces en los cementerios, cada vez más numerosas, se pregunte si vale la pena morir por los senadores o por las familias que administran Cundinamarca, el Caquetá o Bolívar.
En la institución se debilitó la parte romántica, la entrega patriótica. Cada quien elabora su programa de vida, para ver qué le va a dejar a sus hijos. Se capacita el oficial no para servirle al país sino para que le mejore el sueldo; y si aun así no le alcanza, se
retira de las Fuerza Militares y utiliza en su provecho personal la formación que recibió con los dineros oficiales. Tan pronto obtiene su sueldo de retiro o el derecho a la pensión, al Hospital y al Club Militar, se va a manejarle a los narcos su seguridad o a crear empresas privadas de celaduría. No hay una verdadera vocación de soldado, sino que el individuo viene a encontrar un modus vivendi.
Los altos mandos militares, el Ministro de Defensa, o el General Mejía, piensan en sus compañías privadas de seguridad. Paralelas a la institución militar, generan compañías armadas. Trabajan con las armas, portan armas y se juegan la vida por un sueldo. Comercian con la seguridad desde el interior de la institución militar.
Por eso el divorcio es muy profundo. Divorcio entre la real vida castrense y la realidad política y social del país. Lo grave es que estos problemas los conoce muy bien la guerrilla y eso refuerza su convicción de que puede asaltar el poder sin encontrar en el instrumento militar la capacidad para ser detenida. Y como es natural, esa situación la estimula a persistir en la ofensiva.
El país debe entender que no vive una guerra de mentiras, sino una guerra real. Y que sus fuerzas armadas son el instrumento y no las únicas responsables de enfrentar esa guerra. Las fuerzas armadas deben entender que la prioridad de su accionar es ganar la guerra. Los militares deben dejar los asuntos administrativos y dedicarse desde el primer general hasta el último soldado, a la tarea de pensar en cómo conducir las operaciones de guerra.
Si el problema fuera financiero, en el Salvador, donde Estados Unidos invierten 2 ó 3 millones de dólares diarios, ya se habría resuelto. No han podido ganar, porque allá sucede lo mismo; combaten bajo la concepción de una guerra regular. El problema es que nuestras Fuerzas Armadas están basadas en el modelo norteamericano. Y resulta que éste no ha funcionado para guerras irregulares. No ganó en Vietnam. No ganó en Nicaragua y no ganó en El Salvador. Pero seguimos el modelo norteamericano.
Ramón Jimeno