El ambiente no está para negocios

El debate sobre la ecología se polarizó en Colombia, hace rato, y de manera insensata y superficial. Las autoridades, cada día mas dependientes de la opinión y sus generadores, toman decisiones entre el deber ser y el conviene hacer, forzados a satisfacer a líderes mediáticos y comunitarios. Al mismo tiempo, se estigmatiza a quienes señalan que en el mundo ya se inventó la manera de explotar recursos sin generar daños ambientales o reparándolos y compensándolos, en beneficio de los humanos que también forman parte de los ecosistemas. El daño social que produce esa dinámica es enorme en cierre de oportunidades y de crecimiento con equidad.

La batalla se inicia en el campo emocional, lo que es normal y está bien. Pero el esfuerzo por pasar a un debate donde se pongan las cartas de los distintos actores sobre la mesa, para discernirlos, suele fracasar. Y por supuesto, es un proceso aburrido como mercancía mediática que deja pocos réditos electorales. Así, en plena era de la sociedad del conocimiento, somos una sociedad de ignoradores. Quienes creen que el ambiente sólo se protege dejándolo intacto y excluyendo al hombre de su uso, combaten a quienes creen que los recursos se pueden usar con racionalidad, respetando ciclos de recuperación, para beneficio de las comunidades.

Activar emociones colectivas contra la explotación y el uso de recursos naturales es sencillo, pues se cabalga sobre la campaña mundial que anuncia el apocalipsis climático y advierte -con sensatez- sobre la necesidad de sustituir las fuentes de energía contaminantes. De este macro fenómeno, cierto científicamente, los yihadistas ambientales se nutren para poner en pie de guerra a comunidades y colectivos urbanos. Reparten miedos y dudas ante cualquier proyecto que implique abrir un hueco, mover un árbol o usar agua.

Predican que si se adelantan los proyectos, será el fin de los territorios, costumbres, modos de vida y economía, junto con bosques, fauna y fuentes de agua, sin que siquiera generen empleo o regalías. Pobreza y destrucción es el saldo que anuncian. Por supuesto, en algunas zonas y reservas estratégicas es imposible permitir actividades, como la minería a cielo abierto en los páramos, pero de allí a generalizar que todo es daño hay un abismo. Sin embargo, las comunidades se movilizan bajo el liderazgo de sus presuntos salvadores ante cualquier iniciativa, y dedican presupuestos suficientes para profesionalizar la protesta. En el exterior, la lucha se completa inundando las redes sociales con mensajes negativos. El desprestigio por el daño ambiental, la destrucción de culturas ancestrales, el atropello a las comunidades, siembran el temor inversionista. Los altos ejecutivos dudan sobre la viabilidad del proyecto mientras tratan de calmar a sus accionistas e inversionistas. Acto seguido, el valor de las acciones cae.

Por su parte, los gobiernos se paralizan, o improvisan normas y actos administrativos, o elevan consultas a organismos judiciales para ganar tiempo, lavarse las manos y calmar la jauría. Con el retroceso oficial, las empresas suspenden sus trabajos, estudios e inversiones. Todo queda en el limbo y los costos de continuar el proyecto se elevan.

Los yihadistas ganan el primer round y las ONG que los apoyan consiguen más recursos para continuar la batalla. Las comunidades se envalentonan. Los medios se jactan de su poder. Y la posibilidad de avanzar en establecer un desarrollo sostenible, se posterga.

En el segundo tiempo, las empresas se defienden. Activan a sus gobiernos y a los organismos multilaterales, y despliegan una diversidad de agentes que actúan sobre el poder local. Lobistas, relacionistas públicos, estrategas de comunicación, publicistas, inclusive académicos e investigadores se ponen en acción. Unos recuerdan los alcances de los TLC, los pactos de seguridad jurídica que el país firmó para atraer inversión, los riesgos de cambiar las reglas de juego súbitamente; otros exponen las modernas prácticas sostenibles, divulgan los estudios con los impactos reales, presentan los programas para compensar y mitigar los efectos, y evaluaciones de los beneficios para las comunidades… todo un arsenal de argumentos que cae justo en el vacío. Las percepciones negativas que cierran los espacios para razonar, forman una muralla de sordos. El ambiente no está para negocios.

A quienes impulsan el modelo sostenible, los acusan de agentes del neoliberalismo depredador, enemigos del ambiente y la conservación. Son tácticas efectivas para desautorizar a sus opositores, de manera que sólo exista la opción de la exclusión: excluir una y otra región del desarrollo, demarcarlas y aislarlas con uno u otro argumento de conservación. Excluir también a los propietarios y habitantes, sean campesinos, colonos o terratenientes, creyendo que así los ecosistemas se mantienen, sin interferencia humana. Para ellos resulta riesgoso la posibilidad de la concertación de intereses entre las partes involucradas, en la que se acuerden tipos de uso sostenibles, con sistemas de control que garanticen la conservación de los recursos naturales.

El legítimo derecho de las comunidades a subsistir lo quieren poner por debajo del legítimo derecho ciudadano a tener un ambiente sano, cuando los dos derechos están al mismo nivel. ¿Para qué se conserva el ambiente y los ecosistemas si no es para que los humanos puedan vivir en él y con él? ¿Para que vengan los extraterrestres a contemplarlo?

Impulsar el desarrollo sostenible, mediante procesos de concertación y no de confrontación, implica que todos los que aspiran a recibir un beneficio de la naturaleza, deben poner algo para contribuir a obtenerlo. ¿Por qué los habitantes del páramo de Santurbán deberían abandonar sus actividades agrícolas y mineras ancestrales sin que nadie los compense? ¿Es justo que los habitantes de Bucaramanga, sin costo ni esfuerzo alguno, disfruten del agua que recoge y filtra el páramo sin que hayan hecho ellos algo para que exista o conservarlo?

Lo sensato, pareciera, es que quienes se benefician del agua contribuyan a su mantenimiento, y quienes lo amenazan por sus actividades, asuman prácticas y límites que garanticen la calidad y cantidad de las fuentes de agua. Todos ponen y todos quitan. Ya se han adelantado ejercicios en ese sentido, por destacados académicos con apoyo del Instituto Humboldt, que demuestran que sí es viable lograr acuerdos mediante concertaciones inclusivas.

Ahora, mientras los radicales insisten en desconocer los derechos de los demás actores y se cierran a nuevos pensamientos, generan el peor escenario posible. Tras detener los proyectos empresariales -que mal que bien se pueden controlar y regular y reducen

los riesgos de daños y contaminaciones- se produce una avalancha de actores informales e ilegales que extraen las riquezas guardadas. Sus métodos y prácticas son contaminantes y nadie los vigila ni controla. En este caso, no surge la protesta de los ambientalistas para exigirles que suspendan sus actividades. Esta insensatez invita a un debate mejor ilustrado, en el que el gobierno impulse una nueva política de concertación que permita un verdadero desarrollo sostenible que beneficie a las comunidades.

Ramón Jimeno

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