El desarrollo no es tema parlamentario
El Espectador
Sin duda alguna el proyecto más importante que aprobó el parlamento del 92 fue la reforma tributaria. Aunque fuera la ley más impopular, es uno de los escasos mecanismos para que las nuevas o las viejas instituciones estatales se vuelvan operativas. O se intente, al menos, que lo sean. El aumento de los recaudos también es la única vía para que un Estado débil, casi inexistente, se fortalezca pero empiece a ejercer sus funciones.
El defecto de la reforma es que fue aprobada sin un debate serio, sin que los dineros que se empiezan a recaudar tengan un propósito estratégico. Sus fines son políticos para el gobierno de turno, que los invertirá en los dos años que le quedan, y para los congresistas que, como siempre, aspiran a ser reelegidos con la involuntaria colaboración financiera de los contribuyentes.
La reforma pasó sin que los parlamentarios ni el Ejecutivo pensaran en lo próximos 20 años del país. Los primeros prefirieron exigir presupuesto para gastar en sus áreas de interés, antes que entrar en los interminables debates que implicaba discutir en qué sector es mejor invertir los recursos del Estado para generar mayor riqueza. No hubo debates sobre cómo la inversión pública motiva a los particulares a producir en un determinado sector en el que el país puede ser competitivo en el mercado internacional. Pensar en el desarrollo no es un tema parlamentario.
El Ejecutivo, si aplica el Plan de Desarrollo elaborado por Planeación, sí tiene una seria orientación cuatrienal que le da racionalidad y sentido al gasto y a la inversión pública. Al menos en el papel y sobre todo antes de pasar por el Parlamento. Si es correcto el plan y si el país lo comparte, es un problema diferente, pero sin duda el plan existe y es coherente. Por eso los recursos, que Hommes y su eficiente equipo de la División de Impuestos consiguieron, arrojaron resultados por supuesto no desmesurados, pero comparados con los gastos de períodos anteriores tenderán a reivindicar parcialmente a la administración pública.
Pero en contra de ese esfuerzo está el pragmatismo del presidente, que se debate entre ser un buen estadista o un buen clientelista. Con un desprestigio enorme, y tal vez con la responsabilidad de hacer que su partido repita mandato en el 94-98, Gaviria usa otros parámetros para el gasto. ¿Qué más puede hacer en Colombia un expresidente menor de 50 años, cuando los que llegaron a la Presidencia ya maduros pretenden seguir mandando en los partidos?
Así es que la tentación de Gaviria en hacer un gasto público populista, que disipe los costos sociales de sus dos primeros años, es grande. Se vio no tanto en su desapercibido anuncio del revolcón social, como en la forma en que ya se están invirtiendo los recursos, sobre todo desde la Presidencia, que con las decenas de consejerías y programas especiales controla de manera directa el manejo de miles de millones de pesos.
En este sentido, el esfuerzo que hace el sector productivo y el consumidor a través del IVA no será lo efectivo que requiere el país, porque como la modernización no llegó al Congreso, y el Poder Ejecutivo gasta sin requerir autorizaciones ni consenso, los
recursos se dilapidan. Por eso el Estado reacciona de manera tan tímida y endeble, por eso no cumple la función de estimular y servirles al desarrollo y a la generación de riqueza.
Sin duda, la responsabilidad del desperdicio de la riqueza que se apropia del Estado es compartida por los partidos tradicionales y los movimientos políticos anexos. Si los dos partidos no entran en un proceso de modernización veloz que los convierta en alternativas de administración eficientes, un fujimorazo será una opción válida para el país, ya que los conglomerados económicos son los primeros interesados en desembarazarse de esa clase política que pretende perpetuarse sin servirle al país, pero sirviéndose de él. En ese caso se eliminará del todo el Estado como árbitro y administrador de servicios, para convertirse en un Estado al servicio de un conglomerado. Se remplazará la dirigencia por una apta pero sólo para sí misma.
Por eso hoy, casi 20 años después, hay que releer el golpe de Pinochet. La economía de Chile demuestra que sin las obstrucciones de los partidos, la posibilidad de aplicar un modelo de desarrollo exitoso es mucho mayor. Esto implicará que los conceptos de democracia como sinónimo de elecciones habrá que revaluarlos. O sea, una nación no es más democrática por tener más votos, más elegidos y más corporaciones; es más democrática cuando de manera cierta y efectiva le eleva el nivel de vida a sus individuos, mediante una administración eficiente de los recursos públicos y una concepción estratégica de la inversión. Para que esto ocurra hay que alejarla de las mañas del clientelismo que, en su afán reelectoral, no ve ni más allá ni más acá.
Lo antidemocrático del modelo está en que para aplicar esos criterios de eficiencia y coherencia pública se requiere establecer dictaduras, que erradican las libertades y los derechos ciudadanos. En esa disyuntiva que se abre camino en el Perú, en Venezuela y en Brasil, el reto de los partidos es modernizarse y desterrar ciertas prácticas. Y hacerlo antes de que los ogros internos, a nombre de la generación de riqueza, acaben con la poca democracia real de la que se goza en este país de sobrevivientes. Cambiaríamos un mal por otro.
Como se ve, el debate que no se le dio en el Congreso a la reforma tributaria tenía mucha materia. Y aunque no se le dieran otras implicaciones en el momento que tocaba, fue la norma más importante que salió del Congreso. Tanto que su gestor, el impopular señor Hommes, empieza a resonar entre los gallos tapados, porque el país prefiere un administrador serio que le diga cuánto más tiene que esperar y ahorrar para vivir mejor y no uno que le haga obras inútiles a costos mayúsculos, y mucho menos un representante de los grupos de intereses privados que se tome el Estado.
Ramón Jimeno