El síndrome de la oposición
El M-19 ha sido tan incapaz en la oposición política como en la vida armada.
Tal vez una de las fotografías que más ha impactado en la política moderna del país es aquella en la que el General Rojas Pinilla le estrecha la mano al presidente Lleras Restrepo, poco después de la controvertida derrota electoral del exdictador, el 19 de abril de 1970.
La imagen en la portada de los principales diarios simbolizaba la entrega del jefe de la oposición y retrataba el mensaje final del General Rojas a sus seguidores: no habría resistencia ni levantamiento popular para hacer valer el triunfo que los anapistas creían haber obtenido en las urnas, y que para ellos, “el enano” Lleras y “el tigrillo” Noriega les virlaba en los escrutinios. El General no quería sangre por el poder.
Hoy, son pocos quienes recuerdan la masiva fundación del Tercer Partido en Villa de Leyva. El peso histórico de la Anapo ya no se mide por la cuantiosa representación parlamentaria que en el 70 obtuvo el movimiento rojista.
Fue durante la lectura del testamento del General Rojas que un grupo decidió proclamarse “redentor del robo” al General. Eran unos anapistas descontentos por la reacción de su movimiento ante el llamado fraude electoral, sumado a otro de retirados de las Farc, insatisfechos al encontrar que la guerra prolongada era para los comunistas armados una “guerra infinita”. Eso decía Jaime Bateman.
Paradójicamente, las armas que el General no necesitó para ganar liderazgo popular ni quiso usar para mantenerse en el poder cuando sus colegas le dieron la espalda, ni esgrimió para reclamárselo a los escrutadores del 70, las recogía un grupo rebelde en busca del respaldo popular que el General detentó. Mientras Rojas Pinilla moría con la dignidad de haber detentado y despreciado el poder, el M-19 nacía en medio del afán por acceder a él. Si el General ganó prestigio por desmontar la masacre contra los liberales y lograr la entrega de sus guerrillas, el M-19 ganaría popularidad organizando una guerra que, además de dinamizar el baño de sangre nacional, desencadenaría una gran represión contra los movimientos sociales civilistas, acompañada de una drástica reducción de las libertades democráticas.
Esos dos factores serían claves para impedir la formación de un movimiento de oposición, democrático y civilista, el necesario para contrabalancear la homogeneidad política, administrativa y judicial que el Frente Nacional logró. El M-19 se atribuyó una representación popular que anulaba la acción política legal de la oposición, al tiempo que la eficacia de su propaganda armada -que no de sus acciones militares- revitalizaba la actividad guerrillera.
Las Farc, el ELN y el EPL resurgieron políticamente en los 80s, a la sombra de los éxitos publicitarios del M-19. La vía armada se convirtió en el camino para discutir con el poder. Los civiles, los movimientos populares y sociales así como las nuevas corrientes, fueron relegados al rol de espectadores, cuando no se convirtieron en víctimas materiales de los enfrentamientos.
Pero tal vez lo más grave de la acción armada en la década del 80 es que con el accionar del M-19, la corrupción y la ineptitud de otros partidos se desbordaron ante la ausencia de elementales atisbos opositores. No había peligro de perder el poder, o de desenmascarar en público tantas jugarretas. Y no había oposición porque la guerrilla se había apropiado de ese rol sin ganarse el derecho. Y todo para no ser capaz de ejercer la función de fiscalizador.
La actividad guerrillera del M-19 logró anular el nacimiento de una oposición moderna, al querer llevar el debate político a la confrontación armada. Los dos partidos, cultivados en décadas de guerras irregulares no casaron esa pelea y se limitaron a enviar la lucha a un cuerpo armado que cuando abandonó a su jefe máximo en el poder -el General Rojas- abandonó también su vocación de poder político.
Los debates que debieron darse en el parlamento o en los medios, pretendían darlo las guerrillas con las balas y las bombas. Bien asaltando o bien repartiendo leche y pollo en barrios populares.
El país antifrentenacionalista sentía una cierta satisfacción al ver que por fin alguien respondía, cuestionaba los actos del poder. No se analizaba en ese momento que era por culpa de la actividad de la misma guerrilla que no se daba la respuesta al poder por los cauces democráticos. Y como a su vez la guerrilla no podía hacer mucho más que los dramáticos actos armados que culminaron con la tragedia del Palacio de Justicia, lo único que logró fue dejar la vía libre para que los dos partidos actuaran sin control alguno, a espaldas del país moderno.
El M-19, el mismo grupo al que perdonándole su audacia armada se le dio una segunda oportunidad, con resultados cuestionables, le prestó un magro servicio al desarrollo democrático colombiano. En su historia, el Eme envainó sus armas, pero no pudo desenvainar a la oposición.