Itinerario del horror. La ley del silencio

El Espectador, Magazín Dominical

Este texto tiene el mismo ritmo violento de los hechos que registra. Parece un documental escrito, un itinerario del horror. Se podría decir que más que cine mudo, el mutismo parte de los espectadores del drama que vive el Magdalena Medio. Los tres dirigentes de la Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare, Josué Vargas, Miguel Ángel Barajas y Saúl Castañeda, al igual que la periodista Sylvia Duzán, fueron asesinados hace dos años por el grave delito de propiciar un tránsito hacia la paz. El sabor que nos deja la exhaustiva investigación vuelve a ser amargo en la impotencia y a recabar en la idea de que impunidad más silencio es igual a una ley inexorable en Colombia.

El coronel Ricardo Lineros González –miembro del batallón Rafael Reyes– y el capitán Emigio Rodríguez Palmera –del Noveno Distrito de Policía– en Cimitarra, “tuvieron conocimiento del inminente peligro de muerte que corrían” los directivos de la Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare (ATCC) y por eso les ofrecieron protección.

Josué Vargas, Miguel Ángel Barajas y Saúl Castañeda, después de reunirse con los oficiales, a principios de febrero de 1990, rechazaron la oferta. Así mismo lo hizo Sylvia Duzán cuando fue a Cimitarra por primera vez, a mediados de enero de 1990, con el fin de realizar un documental para el Canal 4 de la BBC de Londres.

Los tres dirigentes de la Asociación descartaron la protección porque era notoria y abierta la colaboración de miembros del Ejército y la Policía en Cimitarra con los grupos que los tenían amenazados: las escuadras paramilitares. Sylvia Duzán tuvo un motivo diferente para no aceptar seguridad: sería imposible realizar su trabajo periodístico en esas condiciones, en una región donde se impuso con todo rigor desde los años sesenta “la criminal ley del silencio”, como la llaman los cimitarrenses.

Lograr testimonios o información útil, movilizándose con policías, habría sido imposible. No sólo porque alejaría a quienes tuvieran alguna disposición de brindar declaraciones “en un pueblo donde todo se ve y todo se sabe”, sino porque en sus planes, Sylvia Duzán contemplaba entrevistar a miembros de la guerrilla y de los grupos paramilitares.

En Yondó, donde filmó los efectos de los bombardeos del Ejército que afectaron a la población civil –en enero de ese año–, Duzán entrevistó al comandante Tomás, de las Farc. Al volver, el equipo de filmación enfrentó las más severas e intimidantes requisas en retenes militares que hicieron ostensible su incomodidad por la presencia de los periodistas en el área de combate.

Aceptar protección, además, le hubiera restado credibilidad e independencia a la periodista y le hubiera brindado a uno de los bandos del conflicto armado local, los elementos que fuera recogiendo en su labor. Para Sylvia Duzán ésa no era la función de una periodista, así los miembros de la Fuerza Pública ni lo aceptaran ni lo entendieran. Y aunque con su decisión corriera más peligro del que de por sí significaba inmiscuirse en el conflicto armado del Magdalena Medio y en especial en el de Cimitarra.

Paz en La India

El conflicto de Cimitarra tenía una particularidad. Los campesinos de la región, víctimas del fuego cruzado entre la guerrilla, los paramilitares, los militares y las autodefensas, habían organizado una asociación pacifista –la Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare, ATCC– que pretendía mantenerse neutral entre los bandos en conflicto. La ATCC había logrado un acuerdo con la guerrilla y los paramilitares, que les permitió vivir en paz durante dos años y medio. Las Farc se retiraron del área desde mayo de 1987, pero en septiembre de 1989 se detectó su retorno con una columna de
300 hombres.

Este hecho afectó el acuerdo con los campesinos de la ATCC y los colocó ante la disyuntiva de alinearse con los paramilitares o con la guerrilla. Siendo Cimitarra “un sitio de paras más seguro que Puerto Boyacá y Puerto Berrío” –según lo registró en sus reportes Duzán–, era de esperarse que presionaran a “los neutrales” hacia su lado, porque según se lo expresaron a los tres líderes amenazados, “si ustedes no están con nosotros, están contra nosotros”.

Duzán lo dejó claro en su análisis de viaje: “En Cimitarra están funcionando de nuevo el XXIII y el XIII frente de las Farc, así como el XLVI; se hicieron autocríticas y se retomó la dirección política. O sea, que el Ejército y los narcos tienen que arremeter matando a los campesinos de la Organización de La India que todavía albergan la esperanza de ver reconstruida la guerrilla mientras forman parte de las organizaciones campesinas
fomentadas por los paramilitares…”.

La posesión de la ATCC, que los dos bandos intentaban utilizar, los paras creyendo tener una organización más a su servicio, y la guerrilla –al volver– esperando que se convirtiera en una base de apoyo civil, fue el detonante del conflicto. La determinación de los paras de conquistar a la Asociación era a muerte, en parte, porque el movimiento paramilitar se encontraba en ese momento en retroceso. La administración Barco había
declarado ilegal la colaboración del Ejército con las autodefensas, y narcos como Gonzalo Rodríguez Gacha, uno de los principales financistas, estaban escondidos.

El sueño de la tercería

Durante los dos años y medio de paz, la ATCC contó con la colaboración de importantes centros académicos de varias universidades, de organizaciones no gubernamentales nacionales y extranjeras y de entidades estatales. Empezó a resolver problemas de transporte por el río Minero, de abastecimiento a través de una cooperativa, de asistencia técnica con el Sena y el PNR de educación, de salud, y de asistencia técnica. Su proyecto pacifista, en los 32 meses que habían durado los acuerdos de paz entre los grupos, había llevado a la ATCC a candidatizarse para recibir el Premio Nobel Alternativo para la Paz. Esta situación atraía el interés de los medios de comunicación.

Sin duda, la original solución que los colocó al margen de uno de los conflictos más sangrientos del país era impactante. El diario Vanguardia Liberal publicó varios artículos sobre la ATCC desde septiembre de 1988. El 31 de marzo de 1989, el Noticiero 24 Horas presentó un informe sobre el caso, tras visitar La India. La Prensa les dedicó la primera página el 9 de abril, bajo el título “Los que sí saben de diálogo”, y publicó un intenso reportaje en las interiores. El Mundo hizo lo propio unos días después y siguió El Espectador el 15 de abril del mismo año, con la crónica “Cimitarra: adiós a las armas”. Noticias 1 de la televisión emitió el 18 de junio otro reporte.

Era claro el interés que ganaba en los medios de comunicación el proceso de paz de la ATCC, como era clara la amenaza que ese proceso representaba para los paramilitares en el marco del retorno de las Farc. En ese contexto llegó Sylvia Duzán a Cimitarra a realizar el documental para la BBC, “Las otras guerras de la coca”, contratada por las productoras Patricia Castaño y Adelaida Trujillo.

El problema para la ATCC frente al conflicto armado que resurgía era su pretensión de mantenerse neutral. La ubicación de La India se podía considerar estratégica y esto jugaba en contra de los campesinos. Una zona de fácil acceso fluvial, donde hábiles lancheros transportan madera y la producción agrícola, era sin duda un flanco ideal para que la guerrilla volviera a penetrar. Y todos lo sabían.

Por eso los paramilitares empezaron a presionar hasta con asesinatos a miembros de la ATCC, cuando surgieron los primeros rumores de que las Farc estaban recibiendo algún apoyo logístico de campesinos de La India. Y así mismo los guerrilleros insistieron no sólo en convencerlos una y otra vez, sino en forzarlos a darles el apoyo, hasta lograr de hecho que cada campesino decidiera su rol frente a la guerrilla aunque la ATCC oficialmente no estuviera de acuerdo.

Cuando un grupo armado llega a una casa aislada, es natural que el campesino, muchas veces por el temor a las represalias, colabore dándole comida, techo o información. La guerrilla lo sabe y lo saben las autoridades, por eso el campesino es eliminado u obligado a exiliarse por los paras, con el fin de acabar con la base social y el apoyo logístico para la guerrilla.

A pesar de las circunstancias, los tres dirigentes de la ATCC procedieron con una sangre fría extraordinaria, tal vez resultado de sus experiencias previas. En mayo de 1987 habían pasado por lo mismo. Primero fue el capitán Betancur del ejército nacional quien los visitó en La India acompañado de los jefes paramilitares. Les advirtió que tenían cuatro alternativas y que tenían que elegir una de ellas: o se iban, o se aliaban con los paramilitares, o se aliaban con la guerrilla, o se morían. Fue cuando Josué Vargas y otros cuarenta campesinos decidieron quedarse y vivir. En seguida buscaron una reunión con las Farc y la consiguieron. Fue muy tenso el encuentro. Vargas le explicó al comandante Raúl la amenaza paramilitar y la necesidad que las Farc dejaran de intimidarlos y de incursionar en La India, porque los campesinos no estaban dispuestos a perder otra vez sus parcelas. Le dijeron que no iban a seguir sometidos a la ley de los rebeldes ni a la ley del silencio de los paramilitares. El comandante Raúl, sorprendido por la decisión de los campesinos, accedió a no inmiscuirse en los asuntos de La India, siempre y cuando los paras tampoco lo hicieran.

Realizado ese acuerdo verbal, la ATCC se constituyó y le informó a los militares y a los paras sus planes. Con el general Faruk Yanine, entonces comandante de la Brigada en Bucaramanga, y con el general Manuel Jaime Guerrero Paz –entonces comandante general de las Fuerzas Armadas– quien los visitó en La India con otros altos mandos, también hablaron.

Les expusieron que sólo querían trabajar en paz sus tierras, que estaban cansados de la violencia. El Ejército no puso mayores objeciones, en parte creyendo que podría convertirlos en otra autodefensa y en parte considerando que el experimento no era peligroso en momentos en que las Farc se retiraban del Magdalena Medio. Los sueños de paz se realizaban y Vargas y sus compañeros se dieron a la tarea del desarrollo. Posteriormente, con el regreso de las Farc a la región, y la nueva situación de ilegalidad de los grupos de autodefensa, la situación para la ATCC cambió, en especial por la cercanía del debate electoral.

El 5 de diciembre de 1989 fue asesinado Carlos Sandoval, un miembro de la ATCC en un atentado del que se acusó a los paramilitares, e inclusive a un agente de policía que les colaboraba. Luego en la masacre de Puerto Yuca fueron asesinados cinco miembros de una familia cercana a la Asociación, aunque se argumentaron problemas entre esmeralderos.

El 4 de enero de 1990 fue asesinado Manuel Narváez, directivo de la Asociación. El peligro pisaba cerca y los dirigentes de la ATCC no vacilaron en reconocerlo.

Aprovechando las relaciones académicas que surgieron por la particularidad del proyecto pacifista, los tres líderes de la ATCC viajaron a Bogotá a explicar ante las autoridades su plan. El objetivo era que el gobierno, viendo en la ATCC un modelo a seguir, decidiera enviar fuerzas especiales a protegerlos y sobre todo a intimidar a los paramilitares que se fueron convirtiendo en su principal amenaza.

En particular, pensaron en la recién creada Fuerza Élite de la Policía Nacional, la única a la que por su carácter antinarco le temían los paramilitares locales, aliados con los narcos. Vargas alcanzó a dialogar al respecto con el comandante El Mojao –jefe de la escuadra paramilitar de Cimitarra– quien lo buscó a principios de 1999 en la oficina de la ATCC: “¿Cierto que ustedes están pensando en llamar a la Élite?”. Josué Vargas le respondió que no habían hecho nada al respecto, pero le aseguró que si seguían amenazándolos no dudarían en hacerlo.

El Mojao, entonces, los amenazó de muerte, según un testigo del diálogo: “Esto lo arreglo con un tiro en la cabeza a cada uno de ustedes”, les habría dicho. El Mojao era un hábil lanchero, transportador por el río Minero. Le hacía trabajos a las Farc, como todo el mundo. Un día, los de la Farc le dispararon a su lancha. A los pocos días los paras lo visitaron. Le ofrecieron trabajo y dinero.

Aceptó. Conocía los “contactos” que ayudaban a los guerrilleros. Se convirtió en un eficaz paramilitar para devastar la red de apoyo y de paso con ese pretexto, cobrar sus cuentas personales. Varios otros, como el comandante Jerónimo quien antecedió en el mando a El Mojao, como El Zarco, también habían colaborado con las Farc antes de volverse paras, un indicativo del grado de abusos y corrupción a que llegó la guerrilla en el Magdalena Medio.

A la tensión del fin de década en Cimitarra, se sumaron los informes internos que el Batallón Reyes del Ejército recogía o enviaba a sus superiores, dando cuenta de una supuesta colaboración de campesinos de La India con las guerrillas. En alguna medida, esto se debió a que las Farc, al volver, presionaron a los moradores para que les colaboraran. De otro lado, eran evidentes esas exageraciones de los informantes que en el afán de ganarse el apoyo de la ATCC, inventaba la información para justificar las presiones y amenazas contra los campesinos y así traerlos a su bando.

Consciente de esas presiones que habían resultado en el asesinato de Sandoval y de Narváez, la ATCC organizó un foro por la Paz del 15 y 16 de enero de 1990, con el fin de distensionar la situación y renovar los acuerdos pacifistas.

A ese encuentro asistió Sylvia Duzán, iniciando su trabajo en Cimitarra y severamente advertida por todos los conocedores sobre la peligrosa situación que se vivía en la zona. Allí estuvo El Mojao, quien inclusive durmió en el mismo hotel de Duzán, en la habitación contigua. “Estuvo peleando y pegándole toda la noche a una mujer…”, anotó en su informe como anécdota. El foro fue un éxito y la ATCC quedó satisfecha. Pero el conflicto siguió, la situación se caldeó más y decidieron organizar una Marcha por la Paz para el 10 de febrero, esta vez con mayor respaldo oficial a ver si detenían la arremetida paramilitar.

Los líderes de la ATCC habían visitado en los meses anteriores la capital, donde realizaron grandes charlas con académicos y lograron audiencias con los consejeros presidenciales para la Paz. Valiéndose de esos acercamientos previos, la Consejería a su vez les consiguió una entrevista con el ministro de Defensa, en enero de 1990, quien les ofreció su apoyo y la asistencia a la marcha del 10 de febrero. Otros ministros, como el de Agricultura, fueron contactados para que asistieran y así, en Cimitarra la gente sintiera que la ATCC no era un brazo civil de la guerrilla sino una vía civil y pacifista avalada por los más altos funcionarios del gobierno Barco.

Pero en las altas esferas presidenciales donde se definían los procesos de paz con los grupos guerrilleros, el proyecto de la ATCC no merecía la atención que sus directivos creyeron. En gran medida, porque la política oficial de paz buscaba acuerdos a nivel nacional para la desmovilización de la guerrilla y no acuerdos regionales, porque según la argumentación de Rafael Pardo y Ricardo Santamaría –entonces encargado de la Consejería Presidencial para la Paz– producirían como efecto que la guerrilla o la violencia se desplazara de una región hacia otra, o sea que en el país los índices y el problema se mantendrían iguales.

Esta posición no era óbice para darles un tipo de apoyo que no comprometiera la política oficial, pero que tampoco dejara abandonados a los líderes pacifistas. Por eso, Pardo y Santamaría asistieron al foro de Cimitarra, aunque el ministro de Defensa de la época, general Óscar Botero, se excusara de hacerlo a pesar de haberlo prometido.

Al foro asistieron las autoridades de Cimitarra y líderes locales de los paramilitares. El foro no fue ni tan exitoso como lo esperaban los directivos de la ATCC ni tan desastroso como lo quisieron los grupos paramilitares. El Ejército militarizó el acceso desde las veredas, y el miedo que empezaba a sentirse en la población por los primeros asesinatos que habían ocurrido, redujo la asistencia a unas quinientas personas en vez del par de millares esperados por la ATCC. La escasa presencia oficial en vez de la delegación con varios ministros fue otro revés para la ATCC. Los discursos de Pardo y Santamaría en los que reiteraron la coherencia de la política nacional de paz y su imposibilidad de casarse con proyectos locales, tampoco dejaron bien parados en el terreno de combate a los pacifistas de la ATCC, a pesar de las manifestaciones de apoyo recibidas. En ellos también se hizo pública la cuidadosa distancia que el gobierno guardaba frente al sui generis experimento de la ATCC. Así lo confirmó el consejero presidencial para la Paz, Rafael Pardo Rueda, durante su intervención del 10 de febrero de 1990, en el Teatro Municipal de Cimitarra, durante la Gran Marcha por la
Paz. “No puedo decirles a las Farc que no se metan al Carare, y que se vayan para otro lado, porque llegan a otros lados y hacen lo que ustedes no quieren que hagan aquí… Lo que no hace el gobierno porque sería irresponsable con los colombianos, es hablar con la guerrilla para que siga existiendo pero en otro sitio… el gobierno tiene es que buscar que cesen los factores de perturbación…”.

El tema del documental para la BBC era el papel del narcotráfico y la violencia en las elecciones colombianas. Cimitarra y el proyecto de La India fue uno de los tres casos escogidos para la película, al lado de Barranca y Yondó. En diciembre de 1989, Sylvia Duzán registró dramáticas escenas del bombardeo contra el área de Yondó que hizo el Ejército con las armas que el país acababa de recibir como ayuda especial contra el narcotráfico y con la asistencia técnica de militares estadounidenses. En el documental concluido después por las productoras quedó plenamente confirmado este hecho con declaraciones de generales estadounidenses.

Duzán también estuvo en San Vicente de Chucurí y en Barranca, donde analizó con premonitoria lucidez la intensidad del conflicto que hervía en las calles, y donde se podía ver la suma de los años de lucha petrolera, el cerco paramilitar y el surgimiento de las milicias urbanas guerrilleras. Todo ello en el marco electoral, en el que las fuerzas paramilitares tratan de intimidar a las de izquierda para reducir su influencia política y administrativa, utilizando la combinación de las prácticas gamoneriles con la teoría del miedo a través de los sicarios y el paramilitarismo. La guerrilla hacía lo propio, a su manera.

La llegada de Duzán a Cimitarra se dio en medio de las complejas circunstancias que habrían sido iguales para cualquier reportero que hubiera ido a realizar esa labor.

Sólo sumaban dos aspectos más en su contra. Uno, su trabajo previo en Yondó y Barranca, registrado con sospecha por las autoridades. Otro, el ser hermana de María Jimena Duzán, una de las periodistas de El Espectador que más se destacó por las denuncias contra las atrocidades de los paramilitares en el Magdalena Medio durante los ochenta y que reveló la conexión de éstos con el narcotráfico. María Jimena, en enero de 1990, había llegado a un clímax de tensión, que la había llevado a tomar la decisión de salir del país durante algún tiempo, justo cuando su hermana, en circunstancias totalmente imprevistas, entraba a la zona de candela. El 26 de febrero de 1990, María Jimena tomó en las horas de la mañana un avión hacia París. Sylvia, un poco más tarde, hacia Bucaramanga y de allí, en flota se dirigió a Cimitarra.

Los medios de guerra

El 4 de febrero de 1990 El Tiempo publicó en sus Lecturas Dominicales un extenso artículo de Miguel Ángel Barajas, resaltando la labor de la ATCC y criticando a los intelectuales por quedarse en modelos teóricos en vez de buscar, como los campesinos de La India, soluciones prácticas a los conflictos sociales y a los armados en particular. Era la respuesta a los artículos publicados el 31 de enero anterior, en las mismas Lecturas Dominicales, por Fernando Cruz Kronfly, Darío Ruiz Gómez, R.H. Moreno7
Durán, José Luis Garcés y Germán Espinosa en los que en resumen calificaban a 1988 como el “año del miedo” en Colombia.

En la carátula del suplemento y bajo el título “El quite a la muerte”, Barajas les respondió. Entre los motivos para su respuesta figuraba no sólo el que los intelectuales no ofrecieran perspectivas (por eso le habían dejado “desgarrada el alma” y “arañado el corazón”) sino porque cuando terminó la lectura quedó “con la impresión de que la mayoría de los intelectuales no conocen los resultados positivos de muchas comunidades que están participando activamente en esta lucha por la vida”. Se refería Barajas –un agrónomo que dejó su trabajo en el Incora para radicarse en Cimitarra– a
experiencias como la de los campesinos de la ATCC de la que ahora formaba parte.

El debate, magnificado por la publicación y el despliegue en la edición dominical de El Tiempo, parecía inofensivo en términos de la seguridad de alguien. Pero Barajas recurrió a una síntesis de los últimos treinta años de la violenta historia de Cimitarra, en la que necesariamente atacaba a los paramilitares por su barbarie y a los guerrilleros por lo mismo y por la carencia de alternativas de solución. Hirió a fondo a los susceptibles hombres de armas y a quienes los apoyaban.

“Me estremezco porque aquí en el Carare, los paramilitares, esos nazis criollos, crearon en Cimitarra un grupo de autodefensas en el Colegio Integrado…”, escribió Barajas; de la guerrilla, a Braulio Herrera, jefe del frente XXIII, quien se reunió con ellos el 13 de enero de 1989, y se limitó a leerles durante ocho horas “apartes del Manual de Contraguerrilla del Ejército nacional”. En su artículo, Barajas se refería con sarcasmo a la forma en que los intelectuales de la guerrilla llegaban con sus ideas inteligentes: “¿se puede llamar inteligencia el insistir sobre lo que ya no tiene validez?”. Se refería al modelo propuesto por las Farc.

La publicación del artículo de Barajas causó un gran impacto en Cimitarra, en particular en las fuerzas paramilitares, dueñas de la región en ese momento. En la Asociación de Padres de Familia del Colegio Integrado los líderes civiles del paramilitarismo hicieron un debate para contestar los cargos de Barajas, según los cuales en ese plantel se formaban grupos de autodefensa. La Asociación de Padres de Familia argumentaba que esto desprestigiaba a la región y al único colegio de bachillerato del área, en el justo momento en que los paramilitares libraban una batalla contra el esfuerzo comunista de reconquistar el terreno perdido.

La situación de seguridad para los miembros de la ATCC era cada vez más tensa. Sin embargo, los tres directivos y la periodista se negaron a recibir protección oficial. A pesar de esto, por lo menos durante un día el sargento Amariles los estuvo vigilando abiertamente. A los tres dirigentes, la labor que realizaba les pareció más de espionaje y hostigamiento que de protección, en especial porque creían que el suboficial les tomaba fotografías.

Un soldado, sabiendo de las negativas de los amenazados para recibir protección, les recomendó “cargar sus armas” porque –les dijo– “yo sé que les van a dar”. Josué Vargas, el mayor de los tres directivos, le dio una respuesta visionaria: “Si lo van a matar a uno, como a Galán con cincuenta guardaespaldas, igual lo matan”.

Los directivos de la Asociación de Campesinos desconfiaban de la Fuerza Pública por distintos motivos. El último fue la aparición de cientos de volantes que circularon en la madrugada del 6 de febrero en el pueblo. El panfleto acusaba a la Asociación de colaborar con las Farc e invitaba a la población a desconfiar de ella y a denunciarla.

El volante decía que la ATCC “era una fachada de las guerrillas comunistas ubicadas en la zona” que ahora querían recuperarla después de haber “perdido sus dominios”. “Para ello –continuaba el escrito anónimo– pretenden ahora utilizar el eficaz instrumento de la publicidad a fin de provocar la desmilitarización de la región y con ello… emprender la reconstrucción del imperio de la muerte…”, que no era otro que el de las guerrillas.

Así mismo, llamaban a la población a no creer el “infame montaje” de la ATCC, en el que se escondían los guerrilleros “disfrazados de apóstoles de la Paz… y cuyo subversivo pellejo quedó al descubierto”. Los acusaban de haber comprado ochenta uniformes de dotación privada de las Fuerzas Armadas para entregárselos a las Farc y hacían un llamado final a los de la ATCC: “¡No les mientan más a las buenas gentes de Cimitarra, señores camaradas de la Asociación…! Los criminales no pueden tener más
amigos que sus propios cómplices”.

Averiguaciones realizadas por los tres directivos de la ATCC les indicaban que el texto habría sido preparado, producido y distribuido en el Batallón Rafael Reyes. Josué Vargas preparó un informe al respecto, con base en testimonios y algunas confrontaciones con volantes producidos por el Ejército, y se lo presentó a los otros directivos de la cooperativa. Pero ellos mismos decidieron archivarlo porque no había pruebas, como tampoco las encontraron las autoridades judiciales.

En cambio, nadie tenía duda sobre la colaboración entre los grupos paramilitares y la Fuerza Pública de Cimitarra, aun a principios de 1990 cuando ya el Gobierno había declarado ilegal el apoyo oficial a grupos de autodefensa. Los dos últimos jefes de las escuadras locales de Los Masetos –Jerónimo y su sucesor, El Mojao– entraban y salían de las instalaciones del Batallón Rafael Reyes con relativa frecuencia y sin esforzarse por ocultarlo.

A veces cuando miembros de la ATCC veían paramilitares en el pueblo, avisaban a las autoridades, pero según sus propias declaraciones, encontraban como respuestas un “¿…dónde? Por aquí no hemos visto a nadie”. El Mojao, Hermógenes Mosquera Obando, recorría de manera ostentosa Cimitarra en una camioneta Toyota que entraba y salía del Batallón Reyes. Durante sus estadías en la población, El Mojao y sus hombres hacían ostentación de sus armas y su dinero. Era normal ver a El Mojao reunido con miembros de la Policía o del Ejército y con los principales líderes políticos defensores de las autodefensas, como Iván Colorado, Gustavo Barajas, el Ñato Ariza o el entonces concejal Armando Suescún.

Por lo menos en dos ocasiones Jerónimo y El Mojao amenazaron a los dirigentes campesinos de manera directa. Una de ellas ocurrió el 15 de julio de 1989 cuando Miguel Barajas y Saúl Castañeda se aprestaban a abordar un bus en Cimitarra. Otra fue el 10 de septiembre, cuando se cruzaron en la carretera El Mojao y Josué Vargas. El Mojao detuvo su vehículo, descendió y le dijo: “Ustedes no llegan a las elecciones”. Las elecciones eran en marzo de 1990 y Miguel Barajas se había lanzado como candidato al Concejo, encabezando un movimiento liberal. Este esfuerzo ayudó a indisponer a los paramilitares que controlaban el municipio, aunque el movimiento de Barajas no amenazaba a ninguna fuerza política. Simplemente rompía el monopolio político local. Sylvia Duzán era una de las pocas cartas efectivas que le quedaban a los de la ATCC para jugar. La candidatura que ya se había presentado para que la ATCC recibiera el Nobel Alternativo de la Paz, era una coyuntura adecuada para que el documental que adelantaba Duzán tuviera más repercusión en Europa y llamara la atención sobre la ATCC, disuadiendo a los potenciales agresores.

El día F

Las amenazas contra Vargas, Barajas y Castañeda, así como el temor que se respiraba en Cimitarra, presagiaban la tragedia. Los dirigentes lo sabían y empezaron a tomar precauciones mayores. En especial, se veía muy nervioso al secretario de la ATCC, Carlos Atuesta, quien se había vinculado al grupo en los últimos meses de 1989. Residía en la población y no tenía vínculos con la actividad campesina, pero ante la necesidad de contar con un apoyo logístico en la secretaría, para archivar, hacer las cartas, y las relaciones públicas en general, Atuesta fue bienvenido al grupo y pasó a
jugar un papel clave en la organización.

Atuesta, los días antes al 26 de febrero, dormía en diferentes casas y no cesaba de advertirle a sus compañeros sobre los peligros que se les cernían. Se le veía nervioso, prevenido, asustado. Saúl Castañeda también exteriorizó sus temores, a su manera. Eludía los encuentros con las autoridades militares y de Policía, trataba de calmar a Josué Vargas y a Barajas, los más aguerridos defensores de sus posiciones y quienes hasta el último momento confrontaron a los paramilitares de frente, tratando de que se moderaran en sus manifestaciones verbales y queriendo demostrar con su valentía su inocencia frente a quienes se amparaban en la ley de las armas. El jueves anterior, 22 de febrero, el presidente de la Asociación Campesina de Agricultores y Ganaderos del Magdalena Medio (ACDEGAM), Iván Roberto Duque, había dado unas declaraciones a Caracol, en las que acusó de nuevo a la ATCC de ser un frente civil organizado por el “bandolero Braulio Herrera” que presionaba a los campesinos para que votaran por los candidatos de la UP.

Duque era tenido como el jefe político de las autodefensas o, por lo menos, el inspirador de su accionar.

Vargas, Barajas y Castañeda habían decidido salir del casco urbano hacia La India, tan pronto Sylvia Duzán llegara al municipio en la mañana del lunes 26. Para ese día, la periodista había contactado una entrevista con los tres dirigentes de la Asociación, para el documental que adelantaba. Sólo ellos tres, más Atuesta y Duzán, sabían de su llegada. Al menos eso creían.

Hacia el mediodía del 26 de febrero de 1990, por diversas vías, le llegó a los directivos de la ATCC una noticia que ya había recorrido el pueblo. Alejandro Ardila, reconocido cerebro de las operaciones paramilitares del área, había llegado. Lo acompañaba El Mojao. Todos los que ya lo sabían estaban o bien asustados o bien adivinando por quiénes venía. Y las sospechas y los rumores recaían sobre Vargas, Barajas y Castañeda. Pero no podían irse sin Duzán, ya que ella iba a Cimitarra sólo para verlos y entrevistarlos. Decidieron esperarla y en seguida emprender el viaje, resignándose un poco a correr el riesgo. Ya para el almuerzo se sabía que además habían llegado al pueblo dos sicarios, uno conocido ampliamente en Puerto Berrio y en la misma Cimitarra, donde había realizado trabajos anteriores.

La noche del 25, Sylvia Duzán no se sentía bien. Lejana pero consciente de todas las implicaciones de su viaje a Cimitarra y del posible desenlace del conflicto, se preparaba. Aunque intuía los riesgos e inclusive escribió en su diario que los tres dirigentes de la ATCC “eran hombres muertos”, estaba dispuesta a cumplir su cita. Vagamente quiso posponer el viaje la víspera. Se lo dijo a Salomón Kalmanovitz, su esposo.

En la mañana, sin embargo, decidió salir rumbo al aeropuerto para tomar el pequeño avión que la debía conducir a su destino. Los camarógrafos no irían con ella, ya que por otros compromisos adquiridos por las productoras no podían viajar ese día, aunque Duzán consideraba ese viaje en particular trascendental para el documental. Las productoras no accedieron a enviarle a los camarógrafos, para bien de éstos. Duzán les dejó a las productoras en la noche del viernes 23 una nota a mano en la que les decía que “el problema de no viajar a Cimitarra y avisar ahora es grave. Yo mandé desplazar 4 tipos desde La India para que me esperen el lunes. Es malo. Si no me dan el permiso de viajar, de todas maneras me toca viajar”. Un trancón de tránsito dificultó su llegada y perdió el avión.

Carlos Atuesta ya se había dirigido al aeropuerto local a recibirla. Lo hizo en compañía del cabo Amariles, a quien le confirmó la información de la llegada de la periodista, la misma que el día anterior le había dado cuando el cabo le preguntó en la cafetería La Tata. Atuesta además le explicó los motivos del viaje. Cuando Duzán no apareció, Atuesta volvió a la oficina de la ATCC, donde recibió noticias de la reportera. Duzán tomaría una avión hacia Bucaramanga y de allí viajaría en bus a Cimitarra. Hacia las 9 de la noche estaría allí. Atuesta informó, y los tres directivos decidieron esperarla. Los paramilitares y sus colaboradores, ubicados ya en el escenario, también.

El tenso día en Cimitarra transcurrió en medio de los rumores y el susto de los amenazados que convinieron reunirse en el restaurante La Tata, ubicado en la plaza principal, diagonal al paradero de los buses intermunicipales. A las 7 de la noche el fluido eléctrico se suspendió en algunas áreas del pueblo. Josué Vargas estaba en el restaurante Morifresa, con Barajas y Castañeda. Montaron en un vehículo y se alejaron buscando sitios con gente y luz, donde se sintieran seguros.

En el pueblo, distintos testigos vieron a esas horas al señor Ardila, reunido con tres agentes de la Policía y con otras dos personas de fuera del pueblo, de los que habían llegado ese mismo día. También dirigentes como Armando Suescún y otros, los habrían acompañado en la tertulia. Con ellos, los testigos aseguran, estuvo Carlos Atuesta, aunque él lo negó posteriormente. En el momento en que a los tres compañeros de la Asociación les llegó el rumor sobre la presencia de Atuesta con los paramilitares, desecharon la versión y consideraron que se trataba de un chisme. Decidieron esperar a que el propio Atuesta les diera una explicación, porque aunque tenían sospechas de que Atuesta les pasaba información a los paramilitares, eso no les preocupaba, porque como lo había dicho anteriormente Josué Vargas, “no tenemos nada que ocultar”.

A las ocho de la noche, los tres dirigentes de la ATCC llegaron a comer al restaurante La Tata, un sitio muy frecuentado, a donde llegó más tarde Carlos Atuesta como estaba previsto. Él les negó que se hubiera encontrado con los dirigentes paramilitares y le creyeron. Cenaron pero Atuesta se retiró, anunciando que volvería a la hora de la llegada de Duzán. De nuevo, algunos testigos aseguran haberlo visto en ese “interregno”, en la cafetería Safari, a una cuadra de La Tata, conversando con Iván Colorado, Carlos Fajardo, Alejandro Ardila y El Mojao.

Otros testigos aseguran que lo vieron dirigirse desde la cafetería Safari hasta la estación de Policía, seguido a cierta distancia de El Mojao y de Ardila. Luego se dirigieron a una casa, que se supone servía como centro de reuniones de los paramilitares. Un agente de Policía, apodado El rolo y vestido de civil, los acompañó. Era el mismo sospechoso de haber cometido algunos crímenes con los paras.

Cerca de las nueve de la noche todos se dirigieron a la plaza. El agente se ubicó en la puerta de la empresa de transportes Cootransmagdalena, en una de las esquinas de la plaza. Allí se quedó. El Mojao y Alejandro Ardila se sentaron en la cafetería Sol y Sombra, ubicada en otras de las esquinas y a pocos metros de La Tata. Atuesta, mientras tanto, fue hasta las oficinas de la ATCC, sacó algunos documentos y volvió a La Tata para sentarse con sus colegas, en una de las mesas interiores.

La Tata tenía en el exterior sobre el andén, cuatro mesas y en el interior otras nueve, siete de las cuales estaban ocupadas. En la primera, entrando a la derecha, había tres vendedores de mercancías. A su lado, cinco funcionarios de la Alcaldía. Al fondo contra la barra y la pared, los dirigentes de la ATCC. En la mesa contigua, dos profesores del colegio local dialogaban. Al lado de ellos, tres estudiantes del colegio hacían lo mismo.
Afuera sólo dos mesas estaban ocupadas. En una se sentó, después de estacionar casi enfrente su pequeño camión Dodge 300, Borojas, un reconocido transportador que colaboraba con los paramilitares, y tres contertulios. En otra de las mesas exteriores, una pareja conversaba.

A las 9:15 pm Josué Vargas y Saúl Castañeda salieron y atravesaron la plaza para recibir a la periodista. A las 9:25 pm el bus llegó y los dos de nuevo atravesaron la plaza bajo la mirada de los paramilitares apostados en distintos ángulos. A la puerta de La Tata salió Atuesta y saludó con un beso en la mejilla a Duzán. Estaba con otro amigo. Miró su reloj, dijo: “Ah… el noticiero va a empezar, quiero ver la noticia de la caída de los sandinistas… ¡enseguida vuelvo!”. Atuesta se fue y en la esquina se encontró con otras personas y dialogó con ellas unos instantes. Vargas, Castañeda y Duzán entraron y se sentaron en la mesa 6 con Barajas. Pidieron una gaseosa. En ese momento algunas personas se les acercaron para advertirles que se fueran del pueblo. Según testimonio de uno de los policías, un integrante de la Asociación llamó a esa hora al puesto de Policía y pidió protección para los dirigentes de la Asociación porque temía por sus vidas. Del puesto de Policía le contestaron que era de público conocimiento que los dirigentes estaban amenazados, que en el momento todos los agentes estaban ocupados y no podían prestarles ningún servicio. Los sicarios se acercaban a La Tata. Duzán, al tanto de las amenazas, se asomó a la puerta del restaurante. Volvió diciendo que seguramente los hombres amenazantes eran agentes que la estaban protegiendo. Apenas se había sentado, cuando un hombre joven, con una ruana de tela delgada al cuello, descolgada de un lado sobre su arma, entró por una puerta. Por la otra entró un joven alto y rubio, con una cachucha verde. Con la rapidez que caracteriza a los sicarios, desenfundaron sus armas y las accionaron. Atuesta se encontraba aún en la esquina con sus contertulios, quienes al escuchar los tiros se tiraron al suelo para protegerse. Tres cómplices de los asesinos empuñaban también sus armas afuera y hacían algunos disparos al aire protegiendo la retirada de los dos asesinos, que se entrecruzaron con un grupo de funcionarios públicos que se acercaba a La Tata, y los insultaron para que les abrieran paso. Una camioneta Toyota azul, blindada, se había estacionado casi frente y su conductor también hizo algunos disparos al aire para proteger más la huida de los sicarios.

Barajas, Castañeda y Vargas murieron de inmediato. Sylvia Duzán respiraba a pesar de un disparo de calibre 9 mm que le entró por el pómulo izquierdo para destrozarle el cerebro, y otros cuatro que la hirieron en el pecho, un brazo, una rodilla y un pie. Diez minutos después llegaron miembros de la Policía y la trasladaron al hospital, donde se registró su muerte. El Mojao, Ardila y los otros se retiraron de la plaza. Atuesta corrió cuando escuchó los disparos, dejando a sus contertulios en el piso. Se dirigió a la casa de un señor que conocía. A los gritos, anunciando que los podían matar a todos hizo salir a la familia y tomó el teléfono. Dice que primero llamó a La Tata, donde le confirmaron el atentado y la muerte de sus colegas y que en seguida, llamó a Bogotá, a algunos amigos de la ATCC y les anunció el asesinato. Llamó a estaciones radiales que dieron la noticia.

Los muertos fueron trasladados a la morgue. Carlos Atuesta se refugió en la noche del 26 en la estación de Policía tras violentar los archivos de la ATCC, sacar documentos claves. Durmió en la estación y un policía lo acusó de haber “servido en bandeja” a sus amigos. Protestó.

Unos días después se encontraba en Bogotá, protegido por un grupo de derechos humanos, que le consiguió su traslado a París, como refugiado. En Cimitarra los rumores sobre su posible complicidad crecían.

El 5 de mayo desde París, Atuesta le escribió una carta a la familia de una de las víctimas. “Jamás imaginé tener que enviarle una carta, sin embargo, es tan grande el dolor ante las informaciones que recibo que me veo precisado a hacerlo. Sé que a usted también la ha invadido la duda y que está casi convencida de que tuve participación en el crimen… la rabia y la desesperación se han apoderado de mí y ante ello he decidido regresar a mi patria, para enfrentar las acusaciones que surgieron con base en ‘rumores’ cuyas fuentes me es indispensable desenmascarar. He rechazado mi carta de asilo político, pero nadie quiere que regrese ahora mismo y por eso no me han devuelto mi pasaporte. Dicen que si regreso me matarán. Eso no me importa, pues quizá debí haber muerto con los demás y no haber tenido que enfrentar esto: el dolor de la pérdida de mis mejores amigos y compañeros, el abandono de mi pueblo, el exilio y ahora que se me sindique de criminal. A mi regreso sólo necesito siete días para desenmascarar a quienes me acusan…”.

Para concluir, Atuesta agregó: “Tristemente me he enterado de que mi familia en Cimitarra corre peligro por las ‘represalias’ que contra mí quieren tomar ‘familiares’ de las víctimas… si se toca a mi familia no me queda otra alternativa que pensar en una espantosa guerra de venganzas que se desataría y al respecto he tenido inicialmente que informar de la eventualidad a los familiares míos porque no acepto que se tome a mi humilde familia como rehén”. A Rafael Pardo también le envió una carta, protestándole porque este funcionario también lo considera un delator. En el expediente judicial figura una carta con claves militares, que en alguna ocasión le encontraron escribiendo a Atuesta, y no lo pudo explicar.

La ATCC siguió su marcha, adoptando la ley del silencio que rige en Cimitarra desde los años sesenta. Un paramilitar, en público, expresó su satisfacción con la nueva conducta de la ATCC, que en su actitud pragmática y de supervivencia no quiso colaborar en la investigación del crimen. “Sí se dan de cuenta, qué verraquera –dijo él– trabajar así, sin estar haciendo publicidad en la prensa ni en la radio, y sin estar alegando con los militares, ni con la guerrilla ni nada, ustedes están expuestos a los fusiles y no deben pelear. Un hombre contra una boquilla de fusil… si ese vergajo de Josué Vargas no estuviera alegando con nadie no le hubiera pasado nada…”.

En las investigaciones judiciales se abrió pliego de cargos contra el coronel Ricardo Linares González del Batallón Rafael Reyes, y el capitán Emigio Rodríguez Palmera, del Noveno Distrito de Policía, por omisión en su deber de proteger la vida de ciudadanos amenazados.

En un juzgado de orden público se sigue causa contra los autores materiales identificados, como El Mojao, sin que hasta la fecha haya detenidos. Los autores intelectuales no han sido identificados en el proceso. La ATCC recibió el Premio Nobel Alternativo de la Paz en octubre de 1990.

La Procuraduría concluyó sobre el asesinato que “el móvil no fue otro que acallar (a los dirigentes) por la labor que desarrollaron para obtener la paz en la región de Cimitarra y La India y por las críticas que hacían en los diferentes periódicos del país sobre las actividades delincuenciales y criminales de grupos armados que buscaban tener el dominio absoluto de la mencionada región”.

Agrega la investigación que “…es de creer que los asesinos sólo esperaban la llegada de la periodista para darles muerte y así evitar que el mundo se enterara de la barbarie diaria, del despotismo y del desprecio infinito por la vida que sucede en la región… A los dirigentes campesinos que asesinaron junto con ella intentaron sofocarles el pacifismo que fue confundido con el comunismo”.

De Sylvia Duzán queda no sólo el recuerdo de su risa permanente, sino sus investigaciones en el bajo mundo urbano que la llevaron a acercarse a los pandilleros, a los atracadores, a los guerrilleros, a los sicarios, para tratar de encontrar el cruce que existe entre la motivación que a unos los lleva a vivir y a otros a buscar la muerte, la propia o la ajena, o las dos. Vargas, Barajas, Castañeda, seguirán en la memoria de quienes creen en la racionalidad de la paz. Atuesta seguirá toda su vida perseguido por los fantasmas que lo acusan. Los asesinos, si aún están vivos, deben hacer balances para ver cuántos trabajos más necesitan realizar para retirarse. Los autores intelectuales, como las investigaciones del viejo y del nuevo país, siguen su curso normal. La ley del silencio continúa rigiendo en Cimitarra.

Ramón Jimeno

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