La cándida (I) legitimidad

El Espectador

A propósito de una obra de teatro (nacional), una (extensa) “investigación periodística” y algo menos de media hora de “análisis (comentario televisivo)”.

Con la falta de recursos, o de interés de quienes los tienen para buscar a través de la imagen del cine y la televisión registros que permitan reflexionar, interpretar, entender y aceptar la condición humana del colombiano, la literatura juega el papel principal en esa tarea. Las obras de Octavio Paz, Jorge Amado, Jorge Luis Borges o Gabriel García Márquez aportan más que la suma de todas las demás herramientas disponibles en el mercado de los productos intelectuales. No porque las elaboraciones literarias remplacen los ensayos que brotan de las academias, sino porque construyen imágenes que explican.

La cándida Eréndira, por ejemplo, es una síntesis de los valores que forman parte de la identidad de los colombianos: el autoritarismo como sistema de gobierno de las relaciones familiares o de las políticas. La abuela impone su ley, y los demás, Eréndira, obedecen hasta lo absurdo. Los diálogos son una forma de recreo del gobernante para descansar a ratos de su autismo. Inclusive las evidencias más notorias del abuso de poder, como cuando Eréndira se duerme trabajando, las desconoce quien gobierna. La nieta se somete a la autoridad, aunque es obvio que su abuela la ejerce por fuera de la razón, y más bien para conservar un privilegio que en últimas es el de mantener su poder. Por eso da tantas órdenes inútiles, que de antemano cumple la obediente.

Eréndira acumula en silencio rencores dentro de la más extraordinaria candidez. “Sí, abuela”. Y viene la tragedia que como toda tragedia hace brotar los ingredientes que componen a los mortales, sus defectos y sus virtudes, sus intereses y sus pasiones. Se incendia la casa y se pierden los bienes de la abuela. Lo importante para ella es recuperar el dinero perdido, y no hay límites para lograrlo. Eréndira está en venta y con su cuerpo pagará la deuda. Es una síntesis del principio nacional de poseer riquezas y poder, arrasando con quien sea. Que la abuela prostituya a Eréndira es legítimo, no sólo porque es su nieta, sino sobre todo porque si es legítimo hacer fortuna, mucho más ha de ser recuperarla.

Así lo ratifican las autoridades estatales. El alcalde, el senador y los policías avalan el derecho de la abuela a conservar a su nieta, así sea para prostituirla. Y dejan ver en todos sus actos y rasgos no tanto la imbecilidad que los coloca al borde de la caricatura, sino la incapacidad que los baña de ilegitimidad para ejercer cualquier autoridad. El alcalde elegido para hacer llover, con su escopeta les dispara a las nubes. Los policías, la autoridad legítima del Estado, sólo buscan y persiguen a la fugitiva Eréndira, cuando la clase política les da el aval. Esto es, que aunque la abuela tenga el

derecho sobre su nieta, este derecho sólo lo respalda la fuerza pública en la medida en que el poder político apruebe el proceder.

Y también muestra cómo, aunque la autoridad oficial sepa que la abuela quiere recuperar a la nieta para seguir usufructuando de la venta de su cuerpo, actividad ilegítima sobre una menor, prima el derecho formal sobre las consecuencias de su ejercicio en perjuicio de Eréndira. ¿Es legítimo el proceder de la autoridad que protege el privilegio de la abuela de abusar de la menor?

Interviene la Iglesia. Si la legítima autoridad no puede impedir el abuso, la divina sí. Pero ésta cede ante el peso de su propia formalidad, cuando la abuela del poder recurre al truco de pagarle a un consorte para sustraerla del convento. La abuela confronta sus principios con los de la Iglesia. Entonces, apelan por primera y única vez a la democracia: que la víctima decida. Y la Cándida escoge volver a su abuela, con su destino de prostituta, para escaparse de los oficios de esclava en el convento y del acoso de las monjas redentoras. La democracia, como en la vida real, sirve para que los electores ratifiquen el poder de sus verdugos, para reconfirmar sus privilegios.

Luego la Cándida, que acumuló todo y hasta escogió su destino, despliega su solución. Utiliza al redentor, un creyente en el amor, para liberarse de la abuela. La mala abuela no muere, porque los malos en el país son duros de morir. Ni el veneno ni el tiempo los mata y resucitan como los viejos poderes cada vez que soplan malos vientos. Y siempre hay un fantasma que espía y les advierte las conspiraciones a los tiranos.

La Cándida deja imágenes que resumen la ilegitimidad nacional, la condición del colombiano apto para desbordarlo todo y justificarlo todo: un país donde la maldad de quienes concentran el poder cede a veces en actos tan bondadosos que sólo un buen malvado puede hacer, y en donde los que representan el bien asumen a veces conductas tan malvadas que sólo la verdadera bondad puede originar.

Ramón Jimeno

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