La guerra de la droga: con violencia hacia la paz

5 de agosto de 1989

Durante la estadía del senador y candidato presidencial Luis Carlos Galán Sarmiento en Caracas, el jefe de la policía en Colombia dijo haber descubierto un plan para atentar contra la vida del político. Durante los primeros días de su campaña en Medellín, se encontraron misiles que serían lanzados contra él y su carro. El comandante de la policía dijo que se suponía que eran los jefes de la cocaína quienes habían puesto a la cabeza del Senador, un precio de medio millón de dólares.

“Aún por dos años sigue puesta la misma suma. Eso me desilusiona un poco; yo pensé que ya había subido mi precio» declaró Galán en entrevista con la prensa cuando estaba latente el peligro de amenaza. Luego dijo al respecto: “a mí me duele mucho, no por mí, sino por Colombia; eso demuestra que hemos caído en una situación de letargo donde pasa lo peor y nadie medita en eso. Nadie se conmueve y ninguno reacciona para detener la ola de sangre y delitos».

En ese momento Galán seguía encabezando las encuestas tanto para las elecciones de su partido como jefe del Liberalismo, como para las elecciones presidenciales que se realizarán en mayo 1990. Por esto él hablaba en su campaña no como candidato sino como el futuro presidente de Colombia, y por esta razón, él pertenecía a las personas de país más custodiadas. Le correspondían 18 guardaespaldas corrientes y en cada sitio público se unían docenas de agentes especiales. La mayor amenaza provenía de los jefes de los narcotraficantes, contra quienes desde 1982 él estaba luchando. En 1984 mataron a su aliado y compañero, el Ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla. Para Galán era claro que los narcotraficantes estaban en contra de su movimiento: «ellos quieren destruirnos porque saben que nosotros somos sus enemigos en Colombia».

18 de agosto

Esta enemistad y las recomendaciones de los miembros de seguridad condujeron los hechos del 18 de agosto, durante la manifestación en Soacha –a sólo 15 kilómetros del centro de la ciudad de Bogotá. Por lo menos 85 agentes especiales de la policía cuidaban de la seguridad del candidato presidencial. A las 8:30 p.m. llegó la caravana electoral a la plaza principal de Soacha.

Quince minutos más tarde subió Galán a la tarima; permaneció parado en la orilla de arriba y subió ambos brazos en alto para saludar con entusiasmo a los 5.000 seguidores presentes. Su chaleco antibalas se le subió y dejó la parte inferior del estómago descubierta. En ese instante se encontró Galán con la bala de una ametralladora disparada por un hombre que se encontraba en la primera fila.

Inmediatamente se fue la luz. La plaza permaneció medio oscura. Cómplices en la esquina lanzaron tiros al aire. Los guardaespaldas y los agentes de policía también dispararon. Los participantes de la manifestación corrieron por todos lados gritando. El comando que dirigía la operación escapó en dos carros mientras que Galán, en medio de este caos, fue llevado a un hospital.

Cadena de atentados

El presidente Virgilio Barco recibió la noticia sobre el atentado cuando se disponía a presentar un discurso a través de la radiodifusora y la televisión. Ese día el gobierno había llevado a cabo una larga reunión de ministros, donde se habían tomado medidas drásticas contra la mafia de la droga.

Barco aplazó el discurso. Cuando eran las 10:30 p.m., y el himno nacional interrumpió los programas de la noche, con tono enérgico y rodeado de todos sus ministros y consejeros, Barco comenzó su discurso: «Yo me dirijo a ustedes en este momento para explicarles las medidas de estado de emergencia que se han tomado en nuestro país. Se siente una real aversión y repudio por los sucesos de violencia que han sucedido en estos últimos días. Sumado a esto, hoy en la tarde Luis Carlos Galán fue objeto de un atentado terrorista. Pedimos a Dios que se mejore de sus heridas».

Uno de los hechos violentos, al que aludió Barco, fue el que sucedió en esa mañana en Medellín, por el que se realizó la reunión extraordinaria del Consejo de Ministros. Cerca de las 6 a.m. un pequeño avión sobrevoló varias veces la casa del comandante de la policía del departamento de Antioquia, coronel Valdemar Franklin Quintero. El comandante había sido amenazado desde hacía varios meses. Con el argumento de que es “absurdo poner en juego la vida de sus subordinados para proteger su propia vida», redujo al mínimo sus guardaespaldas, mantuvo un pequeño grupo de personal que lo rodeaba permanentemente, y minimizó la probabilidad de que alguno de los escoltas se dejara sobornar e informara sobre los movimientos de su jefe. Sólo un conductor y un guardaespaldas lo acompañaban.

48 horas antes, el coronel Quintero había cogido preso a Alonso de Jesús Baquero «Vladimir», miembro y comandante de un grupo paramilitar, persona de entera confianza de Gonzalo Rodríguez Gacha (el Mexicano), jefe de un cartel de las drogas y reconocido de ser responsable por un gran número de masacres. El primero de mayo arrestó al hijo de Gacha, Freddy Gonzalo Rodríguez Cendales, mano derecha del “Mexicano”. En abril, Quintero dirigió la «Operación San Luis» con la que pudo destruir gran parte de los laboratorios de cocaína pertenecientes a Pablo Escobar. Fuera de eso, llevó a la cárcel a Fabio Ochoa Restrepo, miembro del Clan Ochoa Vásquez, buscado por soborno.

Ese 18 de agosto, Quintero salió de su casa a las 6:15 a.m. Sin sospechar que desde el aire era observado, le indicó el camino a su conductor. Un par de calles adelante, un semáforo en rojo los hizo detener. Adelante y al lado pararon dos carros, desde los que brincaron 10 asesinos con ametralladoras R-15 y dispararon contra ellos. Quintero fue alcanzado por 31 balas y su automóvil tenía 50 disparos. El conductor y el guardaespaldas fueron gravemente heridos pero sobrevivieron al atentado. Desde el avión, por radio, habían avisado el camino a los asesinos.

Dos días antes, el 16 de agosto, Medellín fue escenario de otro atentado. Carlos Valencia García, Juez de la Corte Suprema de Justicia, fue asesinado de un tiro. Él había acusado a Pablo Escobar Gaviria y algunos de sus cómplices, de la muerte del director del diario El Espectador en diciembre de 1986. Valencia también expidió una orden de captura contra Gacha, como promotor del asesinato del candidato presidencial por la Unión Patriótica, Jaime Pardo Leal, en octubre de 1983.

En la lista de jueces asesinados desde enero de 1989, Valencia fue el décimo sexto. También conducía el proceso contra los jefes de la droga y su banda paramilitar. Los asesinatos de Valencia y Quintero fueron los últimos de una serie que se fortaleció desde comienzos del año.

El gobierno Barco decidió proceder contra los jefes de la droga. Emitió, en el marco del estado de excepción, una serie de medidas que estaban preparadas en el escritorio desde hacía unos meses.

Los colombianos empleados de la seguridad (DAS), los investigadores de droga de EEUU (DEA) y el embajador de los Estados Unidos presionaron al presidente para ponerse firme. Barco, sin embargo, vaciló por diferentes razones: por temor a una avalancha de violencia incontrolable, por la influencia del cartel de la droga mediante sobornos y soplones que ya alcanzaban el cuerpo de la Policía y del Ejército, y por la expectativa de una solución negociada. El secretario del Presidente estaba preparando una propuesta y los jefes de la droga tenían en ella puestas sus esperanzas.

El gobierno Barco estaba conduciendo también los pasos para reprimir el comercio de las drogas. Se aprobó una serie de acciones policiales contra los lugares de producción de cocaína, en los que participaron también agentes de la DEA. Bajo las operaciones «Primavera», «Retorno», «Oriente» y «Centella» se destruyeron en el primer trimestre de 1989 en el Guaviare y el Magdalena Medio, 67 laboratorios productores de pasta de cocaína, 12 toneladas de cocaína confiscadas, se quemaron cerca de 3 millones de litros de soluciones químicas, se destruyeron alrededor de 29 pistas aéreas, se confiscaron 250 armas y se capturaron cerca de 1316 personas. La política del gobierno era ambigua; por un lado represión, por el otro negociaciones secretas. En el fondo, reaccionaron los jefes de la droga con igual dualidad: con violencia y negociaciones.

Las acciones de la Policía no eran de sorprender. Las recompensas casi ilimitadas que se pusieron a disposición, eran válidas para imponer soplones en el más alto nivel de los puestos del régimen y servicio de seguridad. Los jefes de la droga recibían información de primera mano sobre lo que en Bogotá o en Washington se trabajaba en los planes y proyectos. La Policía y los militares con mando negociaban con los capos los «descubrimientos» de sitios de producción y bases transportadoras. Cada lado tenía sus ventajas: los unos demostraban éxitos y los otros seguían tranquilos ante posibles sorpresas desagradables.

En un 3:1 calculaban el riesgo de las pérdidas dentro un rango normal. En el envío de tres toneladas de cocaína que llegara a la coronación del cierre, los capos contaban con una tonelada que podrían perder.

Los tiempos cambiaron, por supuesto. En el interior de Colombia los carteles de la droga alcanzaron tal poder que la estructura social atravesó por una presión muy profunda. Un golpe al establecimiento también estaba como inevitable. Barco decidió admitir la guerra, y se comprometió a cerrarle el paso a los capos.

El conflicto del conflicto

La política exterior que venía de Washington ejercía mayor presión, sobre todo por lo referente al contrato de extradición entre Colombia y Estados Unidos. Los jefes de la droga temían la posibilidad de que volviera a entrar en vigencia. Barco había demostrado su resolución, cuando en enero de 1987 uno de los ya legendarios capos, Carlos Lehder, sin objeción jurídica fue deportado a Estados Unidos. Un tribunal estadounidense condenó a Lehder a “cadena perpetua, más 135 años de cárcel”.

El peligro de confrontación crecía por el fortalecimiento militar de los jefes de los carteles. También se iban consolidando grupos paramilitares, entrenados por especialistas de Israel e Inglaterra. Fueron destruidos pueblos enteros. El gobierno engrosó su potencial represión a través de la formación de una unidad especial. Los capos por su lado refinaron la elección de sus víctimas, examinaron el marco de condiciones para una solución negociada con el establecimiento y buscaron sostener conexiones con distinguidos políticos y juristas. Con la creación del grupo de los «Extraditables», los jefes de la droga buscaban darle a su guerra un carácter político. Ellos importaban armas, explosivos y tecnología de los terroristas.

El gobierno reabrió las hostilidades con ataques ofensivos a los sitios de producción de cocaína. La reacción de los jefes de la coca estuvo dirigida a tres grupos objetivos: los mandos de acción, quienes deberían demostrar lo que costaba proceder contra los capos; contra los jueces que tenían que preparar los procedimientos de penas, y contra los políticos, que respaldaban las ofensivas del gobierno. El coronel Quintero y el juez Valencia eran víctimas de los dos primeros grupos.

«Nosotros nos hacemos cargo de la responsabilidad de la ejecución del coronel Franklin Quintero, quien fue responsable del arresto de nuestra inocente familia, el saqueo de nuestras casas y el ataque a nuestras propiedades. Nosotros asumimos la responsabilidad de la ejecución del presidente del Tribunal y juez, quien conjuntamente con el señor Maza Márquez (director del DAS) nos volvió a acusar de crímenes y masacres que no habíamos cometido» (cita de una proclamación de los capos en un periódico).

Galán en el rompecabezas

El atentado contra Galán significó el punto más alto de los atentados, y sucedió exactamente en el momento en que el gobierno decidió formalmente la ofensiva, a pesar de las negociaciones secretas sobre un convenio, que en enero de 1989, se había formalizado entre los representantes del gobierno Barco y los jefes de la droga. Se ofrecía a los “Extraditables” la posibilidad de su legalización si paraban la violencia. El día del atentado contra Galán, unánimemente, los capos fueron acusados de los otros atentados, así como de sus repercusiones negativas. Nadie asumió la responsabilidad del atentado a Galán. El gobierno tomó la imagen de la campaña electoral de Galán como estandarte bajo el que inició la ofensiva que estaba planeada con anterioridad.

El desenlace

Mientras el presidente, en la noche del 18 de agosto, comenzaba su discurso ante las cámaras, se buscaba un médico en un puesto de salud y luego en un hospital de unbarrio obrero de Bogotá para salvar la vida del candidato Galán.

«Los organizados criminales y los narcotraficantes habían desarrollado una ola mortal de atentados criminales. Los atentados estaban dirigidos contra los fundamentos del Estado: jueces, políticos, alcaldes, empleados del gobierno fueron las víctimas de la barbarie. La violencia le hace daño a todos. Se trata no sólo de un ataque al gobierno o a la justicia, es una guerra contra el país, donde el país entero debe responder».

Inmediatamente después de estas palabras, el jefe del gobierno resumió las medidas en contra: procedimiento de extradición por vía administrativa sin decisión judicial, incautación de las fortunas provenientes del comercio de la droga, detención de sospechosos, aprobación de retención hasta por 7 días en aislamiento e investigación, fuertes multas y procedimientos judiciales rápidos para los delitos de droga.

A las 11:30 p.m. todas las emisoras dieron a conocer la noticia de la muerte de Luis Carlos Galán Sarmiento. Al día siguiente comenzaron las operaciones contra el cartel de la droga, en Medellín, Cundinamarca y la Costa Atlántica.

La noche del atentado a Galán, Pablo Escobar aclaró el motivo de sus tempranas medidas de represalia -a pesar de que ni él ni los «Extraditables» hubieran tenido responsabilidad alguna en el atentado a Galán. «No hay otra salida. Ahora correrá sangre. Nosotros queremos la paz. Nosotros lo hemos exigido en alta voz y claramente, pero no lo vamos a mendigar» (diario La Prensa).

Los jefes de la droga que habían encontrado el acceso al grupo de gobierno y representantes de la autoridad estatal, veían su objetivo alcanzable. Se consideraban como servidores de la nación, generadores de riquezas y benefactores de los pobres. En un mensaje posterior lo formulaban así: «Como grupo rebelde nosotros somos un movimiento militar y político, que lucharemos en contra de la extradición, contra las torturas, contra la manipulación de los jueces a través del gobierno, contra la desinformación, contra la intromisión de regímenes extranjeros en los asuntos económicos y políticos internos de Colombia y por la defensa de las clases menos privilegiadas, así como por la justicia social y política en nuestra patria”.

El concepto de mafia se transformó en una descripción de criminales, llamados gangsters. La clase dirigente y alta de Colombia los desafió. «La guerra que desvela a Colombia… es la pelea de una clase dominante que se volvió envejecida y asaltada, que bajo el pretexto de estar contra el narcotráfico y del terrorismo, quiere destruir la fuerza social para ellos y establecer un cambio al sistema», escribió Pablo Escobar. Él estaba convencido de que la historia de su país y su propia historia habían dado inalcanzables motivos para poder presentarse como rebelde y libertador.

Un conocido periodista que conoció a Escobar, describió en noviembre de 1989 el fenómeno: “Toda la sociedad de colombianos está bajo las drogas. No por la búsqueda de la cocaína -que con seguridad en Colombia no es alarmante- sino por su dependencia de otra droga aún más perversa: el dinero fácil. La industria, el comercio, los bancos, la política, la prensa, el deporte, el arte y la ciencia, aún el propio Estado y todas las instituciones oficiales y privadas están de alguna manera -algunas veces sin saberlo- implicadas en una red de provocación artificial de intereses, que nadie puede desenredar».

Con seguridad, ligada a este fenómeno, estaba la búsqueda de un “diálogo” que se transformó en un intento para que los capos se integraran al grupo gubernamental: «Se negocia con la guerrilla, con las organizaciones de paramilitares, con los que se roban nuestros propios argumentos…”, se quejaba Escobar.

A nivel internacional

Dos semanas después del atentado a Galán, el 5 de septiembre de 1989, la Casa Blanca comunicó una nueva política antidrogas. Después de lograr una distensión con la Unión Soviética, la guerra de los estupefacientes ganó una importante posición. Después de haberse disminuido el «peligro de los comunistas», en Estados Unidos el abuso de las drogas ascendió como el enemigo del pueblo # 1 y así permaneció hasta la aparición de Saddam Hussein, en la invasión a Kuwait.

La «iniciativa de los Andes» contra la droga implicó un programa militar y económico de apoyo a Colombia, Bolivia y Perú. Después de extensos y extraordinarios debates secretos realizados en el congreso norteamericano, el 13 de diciembre de 1989 fue firmado por el presidente Bush. Se daba un auxilio de u$2 mil millones que serían concedidos desde enero de 1990 hasta 1994 a los tres países andinos. En esos tres años Colombia recibiría 382 millones de dólares para ayuda militar y de la policía, y después recibiría 204 millones como ayuda económica. Como destino del programa se contemplaba el fortalecimiento de la administración de justicia local, la construcción de cárceles, como también medidas de seguridad para proteger a los jueces que se encargaran de los delitos de la droga. Adicionalmente y con orden de discreción, pidieron los norteamericanos, en “caso necesario, el alistamiento de sus tropas para la lucha contra el comercio de las drogas en los Andes”.

La reacción narco

Para la reinante clase dirigente en Colombia ésa era la última oportunidad, para que el ascenso social de los narcos y sus exigencias de tomar parte el poder fueran interceptados. El presidente Barco personificó el interés que EEUU tenía en destruir el narcotráfico y sus orígenes. Objetivo de la guerra, los «Extraditables» estaban en contra de las negociaciones que les permitiera incluirlos en la «sociedad legal de Colombia». Los narcos querían alcanzar, lo que alcanzaron los movimientos guerrilleros M-19 y EPL -independiente de otros fundamentos de grupo-: primero el diálogo, después la desmovilización y finalmente la amnistía y la legalidad. Los “Extraditables” se movían en el mismo orden.

Como nueva arma, el gobierno creó una Tropa Elite de la policía, entrenada por expertos antiterroristas de Gran Bretaña. Con su exitosa movilización contra los miembros del cartel de la droga, sus familiares, propiedades y dotaciones, la Fuerza Elite se convirtió en el terror de los “Extraditables”. Diez días después de haber comenzado la operación, el gobierno de Barco pudo anunciar el primer éxito: más de 10.000 sospechosos apresados, 2004 órdenes de registro, 550 bienes inmuebles confiscados (inclusive la propia vivienda de Escobar y la finca de Rodríguez Gacha). Se confiscaron 1061 armas de fuego, 1356 carros, 33 yates, 142 motocicletas y 343 aviones pequeños.

El 23 de agosto los “Extraditables” comunicaron su respuesta y aclararon: «al gobierno, los industriales y la oligarquía económica, a los jueces que han sido comprados por el gobierno para la ejecución de la extradición, a los presidentes de la organizaciones de trabajadores y todos aquéllos que nos han perseguido y encarcelado, a ellos una total y absoluta guerra». Después de la amenaza siguieron las explosiones.

Primero fueron en Medellín. En menos de una semana fueron más de 20 bombas de alto poder. Después siguió en Bogotá, Cali, Cartagena y Pereira. El 2 de septiembre, con una carga de dinamita, destruyeron una gran parte del edificio de El Espectador, hubo 2 muertos y 83 heridos. Siguió una serie de bombardeos sangrientos en diferentes ciudades del país. El 27 de noviembre explotó un avión de Avianca poco después del decolaje. Todos los 107 ocupantes murieron. Al frente del edificio más alto del gobierno, el del Departamento Administrativo de Seguridad DAS en Bogotá, el 6 de diciembre explotó una carga de 700 kilogramos de dinamita. Hubo 79 muertos, más de 1000 heridos y los daños se consideraron en varios millones de dólares.

A través de los medios de comunicación, el gobierno y la Policía ofrecieron recompensas por medio millón de dólares para quienes dieran información que los llevara a atrapar a los capos. Cientos de volantes fueron lanzados en Medellín invitando a la población a delatar a los capos. Después de la primera captura, el gobierno puso en funcionamiento la extradición. Entre septiembre y diciembre se entregó a la justicia norteamericana una fila de culpables.

El atentado contra el avión de Avianca y la central del DAS dejó una sensación de impotencia e inferioridad. Sólo cuando la Policía, el 9 de diciembre realizó una gran hazaña, cambió el ánimo. Bajo la colaboración del servicio secreto norteamericano y de unos informantes que rivalizaban con la cúpula de los narcos, pudieron cercar los alrededores de los capos, y la policía se encontró tras las huellas de Rodríguez Gacha. En la huida, Rodríguez Gacha fue abaleado con su hijo y su guardaespaldas. La muerte de Gacha, “el Mexicano”, dejó sin aliento al Cartel de Medellín, que buscó una solución a la escalada terrorista.

Comenzaron a retomar y buscar de nuevo el diálogo con la contraparte; fieles a sus objetivos, las negociaciones serían manejadas sólo con la correspondiente presión.»Los extraditables» ordenaron una serie de secuestros extorsivos e implantaron una contribución a la guerra entre los ricos de Medellín. Alrededor de 18 personas, entre ellos industriales, comerciantes y hoteleros, fueron secuestradas en solo diciembre en Medellín.

Al mismo tiempo los narcos abrieron un amplio frente en el campo de la política interna del país. El gobierno envió al Congreso un borrador de propuesta sobre una reforma constitucional con esenciales fundamentos dentro del programa de gobierno. Entre otros encerraba los acuerdos con el grupo guerrillero M-19, quienes habían dejado la lucha armada y se habían convertido en partido político. Algunos integrantes del grupo de los capos estaban dispuestos a pertenecer a la Asamblea y esta situación debería ser incluida en la reforma que se introduciría por elección popular. La Cámara de Representantes aprobó la decisión a comienzos de diciembre y sólo faltaba la decisión del Senado que en la semana siguiente debía votar.

El ministro del Interior sacó toda su destreza política para que fuera eliminada nuevamente la adición. El grupo de presión de los narcos se sentía suficientemente fuerte para conseguir la aceptación del Senado. La amenaza contra el enemigo y las concesiones políticas de los partidos se constituyó en el tema más discutido en esos días.

“Nosotros vamos a parar la guerra cuando el Senado confirme que sólo el pueblo podrá ser nuestro juez… El Ejecutivo dará la indicación… el presidente necesita no temerle a la decisión del Congreso que es la voz del pueblo, y la voz del pueblo es la voz de Dios”. Ésa era sin duda la voz de un “extraditable”, quien por teléfono llamó al presidente de la Cámara, Norberto Morales Ballesteros, miembro de la Dirección Nacional Liberal.

Cuando la crítica en masa cayó encima de Morales Ballesteros, la reforma constitucional fue votada a favor de la adición que favorecía a los «Extraditables”, lo cual demostraba no sólo su tratamiento del proyecto en el Senado, sino también el de tantos políticos que de una u otra forma tenían cosas en común con los “Extraditables”. El gobierno sólo pudo poner un freno de emergencia y renunciar a su reforma constitucional. Por votación popular fueron rechazados los “Extraditables”. No solamente se levantaron cuestionamientos, sino también campañas a favor de la extradición cuando se utilizaron métodos de violencia para hacer callar a la gente. Como los “Extraditables” lo anunciaron en el debate, la guerra seguía adelante. La táctica, sin embargo, cambió. Se renunció a los bombardeos en Medellín y se concentró en ataques a la Tropa Elite de la Policía.

Los “extraditables”, que no eran en forma alguna melindrosos en la práctica del terror, comenzaron con la violación de los derechos humanos, vinculando parientes y familiares para que denunciaran a la Tropa Elite y directamente ordenaron tomar medidas para la liquidación de policías en Medellín. A comienzos de 1990 fueron asesinados 223 miembros de la policía en esa ciudad. La Tropa Elite procedió desenfrenadamente y sin diferenciación contra los narcos e impidieron acciones de secuestros de los “Extraditables”.

El 16 de diciembre fueron secuestradas Patricia Echavarría, pariente del presidente Barco y su hija de cinco años. Al poco tiempo secuestraron al corredor de Bolsa Álvaro Diego Montoya, hijo del secretario de la Presidencia, quien durante meses atrás venía sosteniendo por su cuenta conversaciones con un abogado de los narcos. Este triple secuestro significaba el intento de provocar un diálogo violento para conseguir la terminación de la “guerra sucia” contra los jefes de la droga.

El 10 de octubre de 1989, el Senador conservador Álvaro Leyva Durán había revelado los contactos secretos del Secretario General Germán Montoya, quien había delegado como mediador a Vallejo Arbeláez ante Guido Parra, un abogado de los narcos. Montoya resultó en una desagradable situación y debió asegurar que no sostuvo negociaciones sino sólo conversaciones. El secretario general era el hombre fuerte del gobierno Barco, y gozaba de su completa confianza por lo que se le delegó la toma de esta decisión.

El contacto con Montoya se había logrado. Los narcos le hicieron al gobierno la propuesta de libertad. Ya antes de esta revelación, en julio de 1989, fueron establecidos los primeros contactos de Vallejo Arbeláez con Montoya. El primero de septiembre se dio a conocer la versión definitiva de la oferta de libertad.

De todos modos para las conversaciones, indicó el secretario general, no sólo se requería un acuerdo entre el gobierno y los narcos, sino también era necesario el consentimiento de la tercera parte participante en el conflicto, el gobierno de los Estados Unidos, que claramente se negó. Durante el intercambio de propuestas y contrapropuestas, el contacto entre Parra y Vallejo Arbeláez continuó, y la posición del gobierno era clara: ninguna negociación.

La sospechosa reputación del secretario general como eminencia gris detrás de lo bastidores del poder, y el asombro de la prensa al descubrirlo, había suscitado la impresión de que el gobierno buscaba deliberar en secreto. Esta impresión llevó a la duda sobre la intención de soportar la guerra, y significaba un golpe contra la política anti-narcos. Alrededor de un mes después del asesinato a Galán, Montoya lo rechazó enérgicamente y aseguró que no hubo diálogo alguno con el cartel de Medellín. Reconoció, sin embargo, que se dio una conversación con el anterior Ministro Vallejo Arbeláez, ”un respetado político y estrecho amigo” a quien le dijo que era imposible un diálogo entre el gobierno y los narcotraficantes. Para sus descargos citó a los “Extraditables” los que en su “declaración de guerra” el 24 de agosto decían que aceptaban la notificación del presidente Barco sobre los planes de libertad, pero no habían recibido contestación del gobierno”.

El tardío descubrimiento de los medios, entre el 7 y el 10 de octubre, motivó de todos modos a Pablo Escobar a dirigirse al hijo del anterior presidente, Misael Pastrana, en la editorial del periódico La Prensa, y pedirle su mediación “para lograr un diálogo con los diferentes grupos, entre ellos los comandantes de la guerrilla, el sindicato de esmeralderos, el grupo de paramilitares y sus guardaespaldas. El jefe de los capos exhortó también a la prensa, la iglesia, los partidos y la justicia como mediadores. La respuesta de la amplia consulta a la opinión seguía vigente.

Los inicios de las deliberaciones y la búsqueda de una alternativa permanecían sin repercusión en Washington. El 22 de octubre aclaró un vocero del presidente Bush, que se daría un cambio en la política colombiana. Tal como aseguró la agencia noticiosa Associated Press (AP),”el gobierno de Bush tomó medidas referentes a un posible cambio en la política colombiana en relación a la pregunta de los “Extraditables” sobre los colombianos acusados por narcotráfico y eficazmente enjuiciados en los Estados Unidos”. El distrito de gobierno, citado por la AP “señala al respecto que el sucesor de Barco, será con seguridad accesible como siempre a los problemas de esa naturaleza, para la solución de las negociaciones con los narcotraficantes, como su antecesor, y terminar con la actividad de violencia en su país”.

Esta suposición no era más que una especulación que sería reajustada por un análisis realizado por el servicio de seguridad, lo que estaría en contra de lo esperado por los narcotraficantes. En este mismo informativo de la AP, los norteamericanos no tenían aún alguna “alternativa concreta” sobre la violenta confrontación.

La llave a la solución del problema de la droga radica “en la conciliación entre las necesidades de la política interna de Colombia y las exigencias jurídicas de Estados Unidos”. Lo que no dijo la fuente de información, pero que permitió entrever, era que en el cambio repentino del gobierno de Bush, estaba incidiendo el reciente contacto entre Montoya y Vallejo en Colombia.

Los “Extraditables” reconocieron que se había abierto una brecha para ellos. Para impedir que se volviera a cerrar, se mantenían en pie y tomaban de vez en cuando más tácticas de la guerrilla. Sus consejeros, miembros del M-19 y de otros grupos rebeldes, que habían aceptado la oferta de libertad del gobierno Barco, dispusieron de su vasta experiencia para que, como política de negociación, fueran guiados a través de presión militar. Importantes juristas pusieron a su disposición sus asesorías.

Como el M-19, los “Extraditables” quisieron llegar a algo con la clase gobernante. Como el M19 lo había demostrado, los dueños del poder eran sensibles, cuando los secuestrados eran miembros de su propia familia. Los jefes de la droga escogieron adecuadamente a sus víctimas. Por ello habían tomado como rehenes a un hijo de Montoya y a un familiar del presidente Barco, para transmitirles la importancia de un esfuerzo por las negociaciones.

Se revivió una vieja amistad entre Montoya y el expresidente Alfonso López Michelsen. El expresidente participó en la búsqueda de una solución a las negociaciones, sin que ello perjudicara al gobierno. Bajo su dirección se constituyó el grupo de los “Notables” al que pertenecían dos de los anteriores presidentes, a fin de alcanzar la liberación de los secuestrados. Entre los contactos del abogado Parra y otros con los “Extraditables”, intermediaron distinguidas personalidades de Medellín; los “Notables” accedieron para encontrar una fórmula de acuerdo: debían contar con la complacencia de los narcos, cuando estuvieran listos para hacerse responsables de su derrota en la lucha contra el Estado.

De esta forma se podría establecer el diálogo sin dificultades políticas, y se tendría seguro el triunfo del Estado. Los “extraditables” le dieron categórica y abiertamente este triunfo en un comunicado: ”Nosotros aceptamos el triunfo del Estado y del legítimo gobierno”. Entre el 15 y 22 de enero de 1990, por sugerencia de los “notables”, se dio luz verde a la respuesta de los narcos por parte del gobierno Barco: “nuestra política es flexible” y se dio la liberación de los tres secuestrados. Sin embargo, quedaba más lejos el feliz término de los diálogos.

Al general Harold Bedoya, comandante del grupo de oficiales de la fuerza de seguridad, y quien dirigió la ofensiva en Medellín, le delegaron el estudio de las negociaciones entre los “notables” y los “extraditables”. Él estableció que los “narcos” se querían acoger a la ley de la amnistía, y que las promesas ofrecidas a ellos eran falsas”. El ministro del Interior, Carlos Lemos Simmonds, igualmente protestó: “el Estado no puede ser rehén de los narcos”.

La presión continuó después de haber liberado a los rehenes. No se dio negociación alguna. Al mismo tiempo aumentó la ola de medidas de represión por parte del Estado, y la guerra sucia alcanzó también a familiares y personas de confianza del Clan de Medellín, quienes fueron asesinadas.

La extradición

Después de la entrega del mando del presidente Barco el 7 de agosto de 1990, su sucesor César Gaviria inició una nueva estrategia para solucionar el problema de la droga. Gaviria era el heredero del asesinado Luis Carlos Galán. En este sentido, y tan pragmático como su antecesor, Gaviria se sorprendió con el cambio de rumbo que el país había tomado, previsto por el gobierno de Estados Unidos. Su principal petición había sido liquidar el “narcoterrorismo”; y dejar en segundo plano las conversaciones sobre el comercio de las drogas que sería manejado sólo a través de acuerdos internacionales.

El joven Presidente acogió visiblemente como propia la idea de restablecer la paz interna de su país. Para alcanzar esta meta y ganar la credibilidad de las filas de los narcos, solicitó la colaboración del anterior abogado general del Estado, Carlos Jiménez Gómez, para organizar una posición clave de la administración investigativa con personas que fueran aceptadas por los narcos. Carlos Mejía y Martha Luz Hurtado tomaron el manejo de las relaciones bajo las que los capos estaban dispuestos a presentar sus condiciones y disfrutaron de la confianza de ambos lados.

La estrategia de Gaviria se basaba en el marco de los decretos de excepción; emitió una serie de decretos especiales para que los narcos y su grupo de paramilitares estuvieran habilitados para presentar su libre deseo. La pieza más representativa del paquete, era la propuesta del retiro inmediato de la extradición cuando una persona se presentara ante la justicia a confesar sus delitos. Se concedió hacer un proceso con penas para cada clase de delito, para aquéllos que tuvieran justificación. Para aquéllos que no la tuvieran se les aplicaría todo el rigor de la Ley. Para que los norteamericanos no se opusieran nuevamente, deberían ser incluidos los procedimientos de penas, para los casos iniciados en el extranjero y que se encontraban en proceso en Colombia.

Con el secuestro de seis periodistas, Escobar logró derribar la valla de protección que se había construido para frustrar la deliberaciones. Las víctimas fueron elegidas no por ser periodistas, sino por su vinculación familiar. Diana Turbay, hija del expresidente Turbay Ayala; Francisco Santos, miembro de una influyente familia de Colombia propietaria del diario El Tiempo; Marina Montoya, hermana del exsecretario general del expresidente Barco, y Maruja Pachón de Villamizar, cuñada del asesinado Luis Carlos Galán, eran los nuevos secuestrados.

Con ello, los “Extraditables” tenían en la mano tres triunfos para darle fin a las negociaciones. Esta vez no permitieron que el Estado lograra ejercer una presión como en el caso de Montoya. Rehusaron los acuerdos. Se lanzó un pilar de fuerte moralización del Estado. Durante los meses en que su hermana estuvo como rehén, la viuda del candidato presidencial no se retiró del lado de Gaviria, para presionar, porque los abogados del cartel de la droga, exigían evitar la emisión del decreto.

Mientras tanto la familia Santos, que mantenía hacia fuera la calma, cambió radicalmente la política informativa de su diario. El Tiempo comenzó a hablar sobre la abolición de la extradición por “violación de los derechos humanos” que iban en contra de los capos y sus familias.

En enero de 1991, la Policía descubrió el lugar donde tenían secuestrada a Diana Turbay. Trató de tomar medidas para su liberación y en las acciones murió la rehén. El periódico expuso muy claramente, que eso sucedió por ejercer esta práctica sin las necesarias medidas de seguridad por parte de las Fuerzas Armadas.

Detrás de bastidores, la familia Santos, seguía el ir y venir de las deliberaciones sobre las medidas de orden con las que deberían estar satisfechos los abogados asesores de los narcos, y estaban listos para una solución de las negociaciones a fin de que Francisco Santos saliera con vida de ello. Casi a diario el presidente Gaviria recibía emisarios de la familia Santos para manifestarle su apoyo. Considerando la importancia del periódico y las buenas y tradicionales relaciones que ellos sostenían con Estados Unidos, significaba que un círculo influyente seguía de cerca las estrategias del presidente.

A Escobar le tocó crear un poderoso grupo para neutralizar a aquéllos que hasta ahora se habían opuesto a su camino de legalización. La Policía y el DAS llevaron a cabo una operación y capturaron, en noviembre, a Jorge Luis Ochoa. Así mismo, dos de sus hermanos, entre diciembre y enero, se entregaron a la justicia. Ellos fueron conducidos a la Prisión de Itagüí, en mediaciones de Medellín, equipada con especiales medidas de seguridad. Gaviria pudo apuntarse un acierto y los norteamericanos comenzaron con su cuenta regresiva para preguntar cuál era la sentencia y cuál el grado de penas para los capos.

Ahora faltaba el Capo de los Capos: Pablo Escobar. Ordenó la liberación de Francisco Santos y Maruja Pachón, pero hizo ejecutar a Marina Montoya, hermana del exsecretario general del expresidente Virgilio Barco, como prueba de su poder. Como cierre de este capítulo provisional, Pablo Escobar escogió a un Padre católico quien por 30 años había transmitido por televisión el programa “El Minuto de Dios” y a través de éste, financiaba, con las limosnas que pedía, un gran proyecto social: el padre García Herreros. Él se había convertido en Colombia en un símbolo de piedad y amor al prójimo. El Padre de 82 años, explicó después de una entrevista con Escobar, que el capo es: ”un hombre que sostiene su palabra; prueba de ello es la orden de liberación de los rehenes Santos y Pachón. Escobar está listo para entregarse a la justicia”. Inmediatamente se comenzó el acondicionamiento de otra cárcel especial, en otro lugar cercano a Medellín: Envigado. Los padres de la ciudad de Envigado se encargaron de la reforma del edificio, construido para el anterior sanatorio de drogadictos, y de la contratación de la mitad de los guardias para hacer el montaje de las medidas de seguridad y los detalles de las tareas en el centro penitenciario. Estos acuerdos y la inversión para la seguridad del esperado detenido, exigió mucho trajín: una plaza de artillería para la defensa de ataques aéreos y una valla con campo eléctrico para impedir cualquier intento de fuga o ataques externos. Éste se constituyó en el tema favorito de discusión, a la vez que se esperaba la entrega de Escobar.

Los enemigos de los acuerdos indicaron al respecto, que Escobar no debía entregarse a la autoridad, sino que el país debería extraditar al jefe de la droga. Ellos volvieron otra vez a construir obstáculos. El diario El Espectador, partidario de la extradición y enemigo de cualquier negociación con los narcos, publicó una lista de derechos que Escobar presentó para su propia seguridad. Lo que después apareció como un escándalo, fue que el gobierno daba demasiados cuidados a la vida y el cuerpo del capo. Eso no demostraba equidad ante su participación en los delitos como la muerte de Galán y del amnistiado exguerrillero Carlos Pizarro Leongómez, asesinado también durante la campaña presidencial para el período 1990-1994, a pesar de las medidas de seguridad tomadas por el Estado.

En la mitad de junio, cuando ya el gobierno esperaba la entrega voluntaria de Escobar, se publicó rápidamente una orden de captura contra Pablo Escobar, por la supuesta participación en el atentado criminal contra Galán. Un testigo “oculto” declaró y llevó pruebas al juzgado, sobre el monstruoso delito en la reciente historia de Colombia que refrescó la memoria de la opinión pública. Esto presionó a los abogados de Escobar a meditar su estrategia de defensa. Si se hubiera entregado y callado un delito, que en otro proceso se hubiera probado, tendría él el derecho de una rebaja de pena. Se añadió su participación en el atentado y se esperaba una reacción de la opinión pública que dificultaría una reducción de penas.

Las concesiones que le fueron dadas al capo no estaban seguras por las consecuencias éticas y morales del orden social de Colombia. No sólo las rebajas de penas, sino la dimensión de los crímenes de la droga, sobre los cuales en comparación con la rebaja de penas, tácitamente recibirían la absolución del Estado y de la sociedad, hacían temer la iniciativa de una reincidencia, en la que sólo contaría la simple violencia. ¿Podría tolerar la sociedad que los principios del moderno Estado de Derecho retrocedieran a la barbarie? La sombra sobre la imagen internacional de Colombia era realmente visible. El gobierno de Gaviria y los capos esperaban, sin embargo, que caritativamente el velo del tiempo cubriera las heridas de la historia, y así pudieran ser nuevamente partícipes de la herencia de imagen y honor.

El 18 de junio de 1991 la reunión de la Constituyente aprobó la prohibición de la extradición de colombianos a países extranjeros -que el 4 de julio entró en vigor. Ese día, que dio comienzo a la nueva Constitución de Colombia, salió Pablo Escobar de la clandestinidad, para incorporarse en el camino de la legalidad.

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