La toma del palacio a la luz de la constituyente. Un baile de máscaras.

¿Por qué se preocupan por la nueva Constitución? si no han aplicado la que está vigente, ¿por qué habrían de aplicar la otra?
La destitución del General Jesús Armando Arias Cabrales “ya en uso de buen retiro” por la forma en que cumplió las órdenes para recuperar el Palacio de Justicia, manifiesta la incoherencia de las instituciones colombianas que vienen funcionando sobre coyunturas políticas, dejando de lado los principios del Estado de derecho. Y pone de presente su debilidad y la de sus conductores, que prefieren eludir las consecuencias de sus actos, antes que someterse al ordenamiento jurídico y defenderlo. Todo con el ánimo de preservarse como animales políticos. Por eso nunca admiten ni un error ni una derrota.
En relación con el Palacio de Justicia, nadie quiere aceptar su error ni su derrota. Ni el M-19 que desde su cómoda posición burocrática y de exitosa oposición pide con arrogancia “perdón para los contraguerrilleros”, como si su pretensión de formar “un nuevo gobierno” con el asalto a la Corte, no hubiera sido el factor desencadenante de la masacre.
El poder político bipartidista tampoco reconoce su error, cuando a través de la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes absolvió en dos oportunidades al presidente Betancur y a su Ministro de Defensa, la primera vez argumentando que los actos políticos no son enjuiciables (¡!), contrasentido que sienta un precedente magistral: los políticos no son responsables por sus actos, porque son políticos. Y en la segunda ocasión, por considerar que como se estaba indultando al M-19 no podía sancionarse al poder civil, argumentando que al menos apela a la lógica de la situación política del momento.

“Falla en el servicio”

Los militares tampoco reconocen sus faltas. Las eluden en este caso, argumentando que no se les puede sancionar por ejercer sus funciones ni por cumplir órdenes. Tampoco aceptan, de hecho, que se les sancione por excesos, o por actuar en nombre de la ley con procedimientos no contemplados en las normas del servicio, de lo cual son acusados en las investigaciones; no lo son por “salvar las instituciones” que ahora están en entredicho por la Constituyente.

Desaparecer a los guerrilleros no forma parte de la leyes colombianas; disparar indiscriminadamente contra guerrilleros y civiles tampoco (los magistrados no murieron por balas disparadas por los guerrilleros). Lo que los militares no aceptan es que se les acuse y condene por cumplir actos propios de su actividad, dentro de las prácticas cotidianas que venían sin cortapisas. Que los manuales y los códigos estén desactualizados, al igual que ocurre en el caso de los políticos, es otro problema. Pero

no fue en el Palacio de Justicia donde las Fuerzas Armadas inauguraron ese tipo de procedimientos. Lo único que funciona institucionalmente dentro de los procesos del Palacio de Justicia es lo que normalmente nunca funciona en el país: los jueces. Adelantaron exhaustivas investigaciones, ordenaron todo tipo de pruebas técnicas y científicas, recogieron centenares de testimonios y cerraron la etapa probatoria después de aglutinar casi 80.000 folios en documentación.

A través de su actividad demostraron “plena y jurídicamente” -además de los delitos obvios atribuidos al M-19-, toda suerte de irregularidades. Pero sus decisiones no han tenido ni tendrán consecuencias, ni para el M-19 -que fue indultado- ni para los miembros civiles y militares del gobierno, responsables de los excesos y de las omisiones. Sólo los tendrá para los familiares de las víctimas que ganaron el juicio contra el Estado por la “falla en el servicio” que permitió que la tragedia ocurriera y que no se protegiera la vida de los civiles víctimas del combate.

Fuego indiscriminado

En ese contexto, la sanción contra el General Arias no tiene ningún sentido ya que los otros responsables de los resultados no han sido ni serán ya sancionados. Es un principio elemental. O se sanciona a todos, o se los exonera a todos. El Presidente Betancur fue quien tomó la decisión política de recuperar el Palacio por la vía armada, para desalojar a los insurgentes que lo ocuparon y liberar a los rehenes en su poder.
La forma en que se ejecutó la acción era, por supuesto, de incumbencia de los militares. Pero siendo un operativo tan político como el que le dio origen a la crisis (la toma armada y violenta del M-19) el Presidente no podía sustraerse de sus obligaciones y responsabilidades argumentando que no era a él a quien le correspondía decidir con cuáles armas y en qué forma debían retomarse sus soldados el edificio de la rama jurisdiccional. Cualquier jefe de Estado debe tener un mínimo conocimiento de tácticas y estrategias militares como para entender cuál es la diferencia entre el uso de un poder de fuego indiscriminado y uno limitado, porque la seguridad nacional interna y externa forma parte de sus responsabilidades.

Cuando un tanque dispara rockets de alto poder explosivo contra un edificio donde se sabe que hay más de cien rehenes indefensos y en poder de la guerrilla, no se puede argumentar que ésa es la mejor forma de rescatarlos con vida. En el momento en que el Consejero de Estado Reinaldo Arciniegas fue liberado por la guerrilla, el segundo día de combates en la mañana, informó que sesenta rehenes sobrevivían en poder de ocho guerrilleros (tres de ellos fuera de combate por heridas) encerrados en un baño de veinte metros cuadrados.

Lo que las fuerzas oficiales hicieron con la sorpresiva información fue colocar en una de las paredes del baño, poderosas cargas de explosivos para abrir un boquete desde donde después se disparó indiscriminadamente hacia el interior y por la única salida del baño que conducía a unas escaleras, fueron apostados soldados que dispararon contra quienes huían del lugar. Estos hechos están demostrados en los procesos y no son materia de especulaciones.

La decisión fue arrasar

Acusar a los militares por cumplir su misión de acuerdo con sus criterios cuando durante las acciones el poder civil no dio órdenes contrarias, es un absurdo. En especial porque el poder político sabía lo que estaba ocurriendo en el interior y en el exterior del Palacio de Justicia. No era una sorpresa la cantidad de unidades ni el tipo de armas que los militares utilizaban, como tampoco podía serlo el desenlace que se podía presagiar al son de la explosiones.

De allí que muchos estamentos políticos, expresidentes y dirigentes civiles trataran de acceder al presidente Betancur para alterar el curso de la decisión oficial. Luis Carlos Galán, Julio César Turbay y Alfonso López -entre muchos- le recomendaron al Presidente tener paciencia y cambiar de actitud, ya que ello no implicaba el derrumbe de las instituciones. No acudieron o trataron de acudir al Palacio de Nariño, donde se vivía el drama del poder porque el operativo se desenvolviera como una operación de alta cirugía militar, sino porque todo el mundo podía prever el nefasto desenlace con la fuerza que se estaba aplicando.

No fueron los militares sino el Presidente -la máxima autoridad- quien se negó a alterar su política argumentando que ceder era darle el triunfo a la subversión. El exceso de los militares en el uso de la fuerza no fue más allá de los excesos del Presidente en el ejercicio de su mandato.

Por supuesto, para Betancur el triunfo del M-19 no consistía en que el grupo guerrillero se impusiera militarmente, lo cual ya era un imposible físico dos horas después de la toma, a la 1:15 de la tarde, cuando el primer tanque de la XIII Brigada derribó a “rocketazos” y ametralladoras la puerta de bronce del edificio, rompiendo el principio militar de la toma guerrillera: la inexpugnabilidad del lugar para las Fuerzas Armadas.

El triunfo del M-19 habría consistido en que el país, de todas formas, lo culpará a él y a su proceso de paz de causar la toma de la Corte, a pesar de la toma guerrillera. Por ello, la única salida para el mandatario era permitir el arrasamiento; y para que ello ocurriera sólo necesitaba dejar que los militares operaran con entera libertad porque ésa es la característica de los ejércitos cuando se enfrentan a un enemigo: la dinámica de guerra enceguece y no permite distinguir entre rehenes y combatientes porque lo que está en juego es la vida y el triunfo, o la muerte y la derrota. Los efectos políticos son asunto de los políticos.

Legalizar lo ilegal

No era a los militares a los que les correspondía medir su poder de fuego frente al enemigo. Era al poder civil. En el Golfo Pérsico, si hay guerra, será al Presidente Bush al que le corresponda decidir si quiere un ataque nuclear, un golpe selectivo a objetivos civiles o militares o una masiva invasión terrestre. Cada forma de operar traerá sus consecuencias militares y sus costos políticos, pero con seguridad será al señor Bush a quien se le adjudique la responsabilidad de lo que ocurra.

Por eso, los diálogos que tienen lugar no significan el derrumbe del Estado estadounidense; son parte de los esfuerzos por evitar un costoso triunfo militar, que no tiene afán, porque a diferencia de los actos políticos, sus daños son irreversibles. En nuestra guerra interna del Palacio de Justicia no fueron los militares los que se negaron a dialogar con la guerrilla ni con los rehenes. Fue el Presidente Batancur quien no escuchó ni dialogó con el Presidente del Poder Jurisdiccional, su contraparte en el Estado, ni aceptó las sugerencias del Presidente del Senado, su otra contraparte en la trilogía institucional, ni sugerencia alguna que no fuera la de darles carta blanca a los hombres de armas.

En esas circunstancias, los estamentos oficiales encargados de investigar y enjuiciar a los responsables deben actuar de acuerdo con un principio común y no aplicar discriminadamente improvisados principios. Es absurdo pretender sancionar al comandante operativo de las fuerzas oficiales, cuando sus superiores, igualmente comprometidos, no fueron ni van a ser sancionados.

El principio es el de la igualdad. Y ya que todos los estamentos oficiales y políticos insisten en cubrir con un manto de legalidad lo que no es legalizable, por lo menos debieran tener el valor de reconocer, por una vez al menos, que todos se equivocaron en el Palacio de Justicia y que ya no hay forma de reparar los daños.

Si no se acepta un diagnóstico real de las culpas mutuas de lo que ocurrió en el Palacio -aunque no se sancione a nadie- y en cambio las arrogancias se imponen, cabe más bien preguntarse: ¿vale la pena cambiar la Constitución, si va a seguir vigente el principio de la impunidad generalizada? Como en el baile de máscaras, el país seguirá jugando, con o sin Constituyente, a ser uno que no es ni será, mientras los enmascarados no se descubran.

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