Los medios de violencia
El periodismo colombiano en la forma como se ejerce hoy en los medios masivos, es un generador de violencia. Lo es porque convalida actos oficiales por fuera de las normas del Estado de Derecho; porque excluye a la oposición del circuito informativo; porque agencia intereses de grupos privados; porque manipula, tergiversa y desinforma sobre los conflictos, y también porque aduce defender la libertad y la democracia pero sostiene anacrónicos privilegios que son cuestionados inclusive con el uso de la fuerza.
Los medios de información tienen una cuota de responsabilidad en el desorden nacional. No informan, que es su función original. Si lo hicieran, serían una herramienta de control de la sociedad civil sobre sí misma y sobre el Estado. Y contribuirían al acomodo de las fuerzas sin recurrir a la violencia o al abuso del poder.
Cuando los medios ocultan prácticas ilegales de los funcionarios del Estado, cuando protegen privilegios de grupos privados a costa del resto de la población, le imprimen un toque de legalidad a ese status quo. Pero al actuar así, legitiman también la rebelión civil e invitan a desconocer la autoridad estatal y de la clase dirigente. Al mismo tiempo, desprestigian su propia actividad al reducir el periodismo a una función de propaganda y desinformación.
Los civiles dentro de la ley pero marginados de los privilegios y con suerte de los abusos del poder, al reconocer que la fuerza del Estado no se aplica de acuerdo con el pacto social que la originó, tienden a desconocerla y a resolver sus conflictos por medio de otros mecanismos.
Los civiles al margen de la ley, que de por sí operan sobre la base del desconocimiento y del irrespeto al orden vigente, están menos dispuestos aun a someterse a los aparatos represivos del Estado. Encuentran legítimo su proceder. ¿Por qué someterse a un Estado que no actúa dentro de la legitimidad que le dio origen? ¿Por qué someterse a un poder que desconoce los principios sobre los que se sustenta el monopolio del uso de la fuerza que la sociedad le delegó?
Desde su posición, los medios no son una fuerza capaz de invitar de manera efectiva al entendimiento. Se suman a la corrupción y debilitan las instituciones sin aportar a la resolución de los conflictos. Y además, asumen cruzadas que agudizan los enfrentamientos, utilizando el periodismo para ejercer una privilegiada forma de venganza.
Los medios modernos se convirtieron en el instrumento para determinar lo que ocurre o deja de ocurrir. Los hechos no suceden porque hayan sucedido, ni ocurren en la forma como ocurrieron. Suceden si aparecen en los medios de comunicación y ocurren como los medios los divulgan.
Por eso el ordenamiento real de una nación descansa en gran medida sobre la información, las prácticas y la valoración que los medios hacen de los hechos. Y no es sólo a nivel interno. La matanza de los estudiantes en la plaza de Tia Nan Men en China es presentada como un acto brutal de una dictadura comunista contra jóvenes que luchan por la libertad. La matanza de los jóvenes palestinos en los territorios ocupados por Israel, con la misma brutalidad de los chinos, se presenta como acto de autodefensa de un Estado cercado por tribus de terroristas árabes. El efecto en el primer caso es la ilegitimación del acto violento que a su vez produjo un aislamiento internacional del régimen chino; en el segundo caso los medios contribuyen a justificar y legitimar el uso de la violencia por parte del gobierno israelí.
Sin embargo, a nivel interno, el papel de los medios modernos ya es diferente. Deben servir como un mecanismo de control interno. Como una vía adicional para el planteamiento y la resolución de los conflictos. Si el Estado abusa del poder, la función de los medios no es justificar ese acto. Si un grupo privado utiliza la fuerza, la función del medio es explicar el fenómeno antes que tomar partido.
En un país donde las instituciones son débiles, el abuso del poder es frecuente. Las autoridades represivas, por ejemplo, pueden considerar como inoperante el sistema judicial. Entonces para no ver frustrada su labor, deciden que en vez de entregar prisioneros a los jueces para que sean liberados, vivir bajo sus normas cuando el gobierno no controla sus aparatos represivos, ni éstos la acción violenta de grupos privados, puede equivaler a una condena a muerte. Así le ocurrió a Carlos Pizarro a quien el gobierno amnistió pero no fue capaz de proteger. Y a Luis Carlos Galán quien siempre operó dentro del marco de las instituciones.
Ese amplio círculo de violencia invita a una escalada cada vez mayor del uso de la fuerza. Para hacerse sentir ya no basta la toma de una población. Tiene que ser el asalto al Palacio de Justicia. No es suficiente el asesinato de un procurador o de un juez, tiene que ser el de un alto representante de la clase dirigente. El ilegal se ve forzado a continuar con el uso de la fuerza porque es el único medio efectivo que encuentra para detener a su enemigo y obligarlo a llegar a un acuerdo, transacción o acomodo en vez de intentar una costosa victoria.
Y los grandes medios del país han estado alineados con el bando oficial. Excluyen la información y el punto de vista de la oposición, ilegalizando e inmoralizando sus causas. Sólo cuando la fuerza recae contra ellos, colocándolos entre la vida y la muerte de sus rehenes, los medios parecen entrar en razón. Los narcos ya no se tratan como antes. Aparecen las distintas corrientes. Estados Unidos ya no tiene tanta razón. Entonces sí descubren los excesos, torturas y asesinatos por parte de fuerzas del orden. Antes, las denuncias eran consideradas propaganda, como la de la izquierda para desprestigiar al Estado. Fue lo que hizo el M-19 cuando se tomó hace diez años la Embajada de la República Dominicana, con una docena de embajadores extranjeros. Usó la fuerza para mostrarle al mundo y al propio país que los guerrilleros eran gente de carne, hueso y sentimientos; con ansias de progreso y cambio y no de comerse fritos a los niños. Detuvieron la fuerza bruta del Estado, con rehenes que sí tenían que ser respetados. Y obligaron a una transacción sin sangre. Como ocurre hoy.
Los medios son los rehenes y garantes de otra transacción, en la que las ruedas sueltas de la represión oficial tratan de actuar en sentido contrario. La muerte de Diana Turbay ocurre en circunstancias similares a las de medio centenar de rehenes civiles en la toma del Palacio de Justicia. Los medios, todos, avalaron la masacre. Y cuando la Procuraduría se pronunció responsabilizando al comandante operativo por sus excesos, los medios que no callaron, le cayeron encima al fiscal de la ciudadanía por cumplir con
la ley. Pero siendo Diana Turbay víctima –directa o indirecta– de un operativo policial, que durante el gobierno de su padre habría sido autorizado con la misma ligereza con que Gaviria los autorizó por anticipado, los medios sí investigan, sí dudan y sí exigen investigaciones. Aquí sí es importante esclarecer quién mató a Diana Turbay. La Procuraduría sanciona o sancionará y nadie en los medios tildará al señor Arrieta de apátrida, o de no comprender la abnegación y entrega de los uniformados para salvar las instituciones. Los medios legalizan lo ilegal. Quedará claro una vez más que el Estado y los medios no representan ni funcionan para todos los ciudadanos, sino para los ciudadanos del poder.
Exclusión y alineamiento
A un nivel más general, el periodismo estimula la violencia a través de la exclusión de sectores sociales de la cadena de comunicación, ya que impide el acceso y no divulga la información de los distintos poderes. Decide a su arbitrio quién puede acceder a la información, y cómo puede hacerlo, sin criterios uniformes. Pero además de excluir, no asume la responsabilidad de suplir al excluido. Se niega a investigar y por ende a informar sobre los motivos de los conflictos, y, lo que es peor, lo hace tomando partido y obligando a la parte afectada a buscar otras vías para hacer que el resto de ciudadanos conozcan sus razones.
En ese sentido, el periodismo es un agente que actúa en favor o en contra de uno de los poderes en conflicto o de los intereses en juego. Se ejerce un periodismo intolerante, sectario, al servicio de la vieja clase dirigente del país.
Al alinearse, los medios estimulan la violencia porque eliminan un canal para buscar soluciones a los enfrentamientos, e incluso para evitar su desencadenamiento. Eliminan un elemento esencial para la toma de decisiones en los grupos que tienen el poder de usar la fuerza, desde las instituciones o por fuera de ellas. Eliminan la posibilidad de confrontar sus objetivos y las vías que pretenden utilizar para llevarlos a cabo.
Los medios masivos son generadores de violencia cuando, conociendo la política que se teje, callan y la avalan, creyendo que así defienden mejor las intituciones. Contrario a su función de divulgar, evitan que circule información esencial para mantener la paz interna. Le impiden a la opinión nacional debatir, para que se filtre y se purifique la política. Conciben al resto de ciudadanos como seres irracionales, entes manipulables, incapaces de tomar decisiones acertadas si se les dice la verdad. No creen en la democracia, ni el consenso. Quieren manejar el país como si fuera un rebaño de corderos teledirigidos. No quieren aceptar que la Colombia de los 90 no cree ya el cuento que creyeron los campesinos masacrados y los guerrilleros entregados de los años 50. Y de los 90 también…
Los medios de debate
El papel de los medios modernos es abrir los debates que hoy se realizan a puertas cerradas. Contribuir a que la ciudadanía participe en las grandes decisiones del país, sobre las políticas de seguridad, la antisubversiva, la del narcotráfico, la de los conflictos campesinos o los derivados de la colonización, la política exterior. Para discutirlas y definirlas antes que un pequeño grupo de hombres de armas la ponga en práctica, y llegar después –tarde– a una discusión más o menos civilizada. Como ocurre con los Extraditables, como ocurre con los guerrilleros…
Los medios de comunicación deben servir para canalizar debates y medir la aceptación, los efectos o el rechazo de los diferentes grupos ante los conflictos. Para que dentro de un territorio los seres que lo habitan, por diferentes que sean sus intereses, puedan trazar consensualmente directrices para mantener la cohesión y la paz internas.
Pero todo pasa sin debate en la nación, sobre todo porque todo pasa sin debate en los medios. Los hechos se suceden como si fluyeran de una fuente divina, que varía sus políticas sin consideración a la historia que las gestó y sin atender el querer nacional.
Ni los dueños de los medios, ni los periodistas le prestarán servicio alguno a la nación mientras no acepten que este lote que va de La Guajira al Amazonas y del Pacífico al Orinoco, está habitado también por guerrilleros, contrabandistas, narcotraficantes, jaladores de carros, gamonales, políticos, politiqueros, asesinos, justicieros, oficiales, coqueros, indígenas, ciclistas, futbolistas, boxeadores y muchos más. No es un país poblado por arcángeles ni por espíritus celestiales, sino por seres que nacen, crecen y se reproducen oyendo de guerras, muertes, masacres, exclusiones y traiciones.
Nadie tiene derecho, ni los medios de información, ni los gobiernos de turno, ni los comandantes guerrilleros o de policía, a decidir quiénes son dignos de vivir y quiénes no. Ésa es la ideología intolerante de la clase dirigente y es el gran factor generador de violencia. Y los medios de información de la dirigencia excluyente son los que reproducen ese ideal de violencia. Los otros actores que usan la fuerza sólo reaccionan.
Si los medios le permitieran a cada uno de los potenciales actores violentos –que son todos los colombianos– medir el alcance de sus pretensiones frente a las otras fuerzas que juegan en el escenario, serían un instrumento para evitar un innecesario uso de la fuerza. La fuerza es innecesaria cuando tras usarla, se llega al mismo resultado que se habría obtenido sin usarla, con el simple uso de la razón. Cuando la fuerza sólo sirve para demostrar que existe una razón para negociar, también demuestra que al menos uno de los bandos no tenía la capacidad de entrar en razón por medio distinto al de la fuerza de su contrincante. Ésta no es una teoría general para las guerras internas, sino una definición de la estupidez de un grupo que maneja al país sin querer reconocer que sus compañeros de viaje tienen capacidad para hacerse sentir por la fuerza, entre otras cosas, porque no están dispuestos a dejarse bajar del tren, al que se subieron sin que siquiera se dieran cuenta quiénes lo conducen.
Los grandes medios colombianos no sirven para que las razones choquen. Obligan más bien a que los excluidos acudan a la fuerza para magnificar el efecto de sus pretensiones, porque entonces sí copan las primeras planas y los minutos estelares de los noticieros.
La escalada de los últimos años ilustra suficiente. Las Farc o el ELN no lograron en el pasado la misma dimensión, ni el mismo efecto que logró el M-19 a nivel de imagen, a pesar de la eficacia militar guerrillera de los dos primeros grupos y de los fiascos continuos y recurrentes del segundo. Una de las diferencias entre los dos tipos de guerrilla es que el M-19 operó más en las ciudades. Afectó de cerca a la clase dirigente y los medios estaban ahí, listos a reproducir el evento y a magnificarlo. La eficacia del M-19 ante los medios pesó más que la eficacia del aparato militar guerrillero del ELN y de las Farc. La imagen del M-19 es mucho más grande que la representación que tuvo en fuerza militar.
Ahora que las Farc –o la CGN– lanzan una ofensiva, aparecen los medios, para magnificar la “maldad” de la subversión y se muestran sorprendidos, como si la ofensiva no tuviera conexión alguna con el pasado, ni siquiera con el pasado reciente, como el bombardeo a Casa Verde. O con la política oficial, que como en el caso de los Extraditables, pretendió desconocer una fuerza real, que tuvo que demostrar su poder desestabilizador para obligar al poder ejecutivo a negociar a su acomodo. Ahora con las Farc, el gobierno empieza a negociar con una fuerza que también tiene que demostrar su capacidad desestabilizadora. A pesar de los grandes medios que ni siquiera entienden la pragmática política oficial.
Los medios de comunicación aplauden los nuevos impuestos para la fuerza que debería ejercer soberanía sobre todo el territorio nacional, la misma fuerza que provocó la ofensiva sin estar siquiera preparada para contener la respuesta del que consideran su enemigo. Le prestaron un pobre servicio al país, cuando aplaudieron el bombardeo a Casa Verde, sin percatarse ni prevenir las consecuencias que sobrevendrían, sin advertirle siquiera a sus propios anunciantes que destruir la sede social de las Farc les costaría $50.000 millones a ellos y $250.000 millones en daños a la infraestructura económica.
No son medios preventivos sino medios para difundir el lamento. Después de contribuir a formar la violencia, se refugian en una falsa autoridad moral y en la descalificación del enemigo, al que provocaron al sustraer los males mediante los cuales se han podido acomodar o buscar un balance social sin el uso de la fuerza.
Los grandes medios colombianos no ofrecen un producto informativo coherente, elaborado, analítico y contextualizado. Prefieren regocijarse en el producto informativo fácil que toman del mercado de las lágrimas. Impiden que los potenciales protagonistas de actos de fuerza reciban a tiempo el “feed-back” que podría alterar sus decisiones. Al no cumplir el periodismo esa función, el protagonista no tiene mecanismos diferentes para retroalimentar su sistema de decisiones, distinto al que su propio y estrecho mundo le posibilite, y en consecuencia toman muchas de sus decisiones a ciegas.
A los actores violentos no les llega la opinión social que podría influir para detener el curso de los conflictos cuando han entrado en la etapa del enfrentamiento armado. No les llega a los actores institucionales, que operan por fuera de la ley pero amparados en los privilegios que les otorga, ni a los originalmente ilegales. Ninguno tiene formas efectivas de medir el alcance de sus acciones. ¿Qué hace un guerrillero después de volar un tramo de oleoducto? ¿Qué hace un delincuente común después de atracar un banco? ¿Qué hace el jefe de un clan legal o ilegal que ordenó un crimen político? Oír las noticias. Necesita saber qué saben de él y medir el impacto de la fechoría. Necesita calcular su próxima acción, acorde con el resultado obtenido.
Y los medios son los que miden el efecto de sus acciones. Y si las minimizan, las magnimizan o de hecho las malinterpretan o las desconocen, la cadena se complica. El actor encuentran en los medios un agente enemigo, que en vez de presentar la dimensión del hecho –el informador debe tener el criterio suficiente para lograrlo– lo distorsiona. Los que usan la fuerza de todas formas están marginados de muchos mecanismos de medición. Así como ni los mafiosos ni los guerrilleros ni los delincuentes pueden contratar un estudio de mercado para fijar el precio real de un asesinato, no contratan un sondeo de opinión para ver si tiene más efecto asesinar a Luis Carlos Galán o a Carlos Pizarro. No pueden organizar un seminario para recoger reacciones frente a su accionar. Operan desde la clandestinidad y como los medios no sirven para sondear la opinión, actúan al olfato, al criterio de los analistas cercanos, a su corrillo de aduladores.
Pero el ciudadano común, que tampoco cuenta con las herramientas para formarse el cuadro completo del hecho, reacciona con la emotividad y la moral que le transmiten los medios, coadyuvando a que el Estado y los dirigentes insistan y formulen políticas igualmente “imaginológicas”, de acuerdo con la imagen que se forman del fenómeno y no de acuerdo con la naturaleza real del conflicto.
Si los medios analizaran, fueran en sentido estricto “medios” sociales, tal vez el camino de la amnistía que hoy le ofrece el gobierno Gaviria a los Extraditables habría sido más rápido, como seguramente habría sido menos larga y dolorosa –para el país– la campaña del M-19 para llegar a un ministerio y a 19 puestos en la Asamblea Constituyente, sin la tragedia del Palacio de Justicia y tantas otras que le antecedieron, donde se perdió gente que hoy estaría contribuyendo al actual esfuerzo de reacomodo institucional.
El oficialismo
En su vocación oficialista, los medios no cumplen con las normas mínimas del periodismo como la de la confrontación de las fuentes. La fuente es la fuente oficial. Con la excusa de preservar y defender las instituciones, sirven de verdaderos idiotas útiles de una de las fuerzas y por eso reproducen testimonios secretos inventados, que son en realidad operaciones de inteligencia. Y las presentan como hallazgos periodísticos. Para la contraparte, que sí sabe de lo que se trata, y que ve cómo los medios se prestan para sostener ante la opinión operaciones psicológicas de agencias de inteligencia extranjeras y locales, el periodismo pierde todo respeto. Los periodistas y los medios se convierten así en un blanco más de ataque, porque el bando afectado tiene claro que no son ajenos a la confrontación, sino parte de ella; están al servicio del enemigo.
Un caso fácil de citar es el de la invitación que sectores del ejército le hicieron a fuerzas israelíes para colaborar en el montaje de mecanismos de autodefensa, una política probada internacionalmente como efectiva contra la subversión. Sin embargo, por el factor narco, en especial por los recursos de que disponen y de la libertad para movilizarlos, frente a las restricciones del Estado, esas fuerzas se convierten en bandas paramilitares de ofensiva. Es cuando otro organismo de seguridad, el DAS, considera que hay que detenerlas –entre otros motivos porque le parece inapropiado que agencias distintas a las estadounidenses entren en contacto con fuerzas de ese poder desestabilizador– y utilizando los medios revelan el caso: un video-casete a un noticiero de televisión; un informe “secreto” a un diario impreso; un “confesor” que detalla intimidades que ratifica un organismo de seguridad y que termina protegido por la DEA en Estados Unidos. Y los medios fueron títeres de esa confrontación entre el DAS, el ejército y varias agencias de inteligencia internacionales. Y lo son aún hoy. Dejando de lado la función periodística por enarbolar banderas que nadie les ha entregado y que nunca les corresponde asumir.
El periodismo colombiano se queda a la zaga de los acontecimientos. No presagia las tormentas cuando están arriba los nubarrones y sólo registra el volumen de agua que cae, según los datos oficiales. Llueve o no llueve, es tormenta o chubasco según le convenga al organismo de fuerza que agencian.
Los dueños
En parte, los propietarios son quienes no permiten que el periodismo colombiano asuma su función y su responsabilidad. La avalancha tecnológica ha facilitado que se confundan y que crean aún en la posibilidad de manipular olímpicamente a la sociedad. Creen que los conflictos sociales se manejan como un simple asunto de imagen. Que es cuestión de aislar a los violentos, de minimizar sus pretensiones, de dañar su imagen, de desconocerlos, y en consecuencia, exaltan la banalidad, los reinados de belleza, los conciertos rock para la juventud, o los deportes. Presentan un país distinto al que viven el resto de los colombianos. Y para asegurarse mantienen una alta rotación de su personal y cada vez más, recurren a las jóvenes reinas de belleza que con mejor espontaneidad pueden presentar las noticias del país, acorde con la visión que ellos quieren brindar.
Exacerban así los conflictos y obligan a quienes tienen la fuerza, a asumir posturas cada vez más radicales para llamar la atención de los medios, que ante hechos de gran magnitud, no pueden seguir mostrando la cara alegre que el país no vive.
Son propietarios de medios de manipulación, no de medios de información. Pretenden ocultar su responsabilidad enviando a jóvenes inexpertos, con micrófonos inalámbricos que introducen en las gargantas de los protagonistas, sin intentar digerir o contextualizar el sentido de sus palabras.
Creen que lo moderno no es la posibilidad de brindarle al ciudadano el análisis y el conocimiento que por medio de la electrónica se pone a disposición del periodismo, sino que se trata de clavar las cámaras sobre los rastros de la sangre húmeda para inyectárselos al televidente, para provocar un rechazo no al uso de la fuerza sino contra quien la usó, en el caso que los medios quieren presentar. Así, el ciudadano aterrorizado avala la política oficial, errónea o correcta y reproduce como autómata los llamados a arrasar con el enemigo agresor, con el terrorista. Los medios invitan al uso de la violencia con la excusa de acabar con la fuerza que utilizan otros violentos.
Es violento así mismo, que los dueños de los grandes medios sean los dos grandes conglomerados de Colombia –Santodomingo y Ardila Lulle– y que los telenoticieros sean de hijos de expresidentes. Es insano que la responsabilidad de comunicar y por consiguiente de mediar entre las fuerzas sociales, esté en manos de las fuerzas más aisladas del país, las auténticas elites. Es absurdo pretender que los medios cumplan una función de mediadores sociales cuando están comprometidos con los mayores intereses económicos del país y con la gestión política de los dirigentes bipartidistas.
El control
La dinámica de violencia que reproducen y generan los medios de comunicación y los mecanismos de control violento que generan los actores por fuera del Estado, o los ilegales dentro de éste, son más claros en sancionar al periodista que se sale de los cánones éticos de su profesión, de lo que lo es el Estado y la misma sociedad civil. Aunque una búsqueda del motivo de atentar contra los medios o contra los periodistas tienda a confundirse con una justificación, es necesario afrontarlo. Cuando los ataques son el resultado de una política errónea de los medios, hay necesidad y es el momento de analizarla, de descubrir sus errores para evitar nuevas víctimas. Cuando los medios lanzan una guerra equivocada, como cuando los gobiernos lo hacen, la única vía que pueden seguir es la de recoger sus banderas, reconocer su error y rectificar el camino.
No es gratuito que los medios y los periodistas sean el objetivo de los violentos. Las víctimas han sido los más sectarios y moralistas enemigos del narcotráfico o del paramilitarismo y en algunos casos, los críticos de la actuación de las Fuerzas Armadas. No murió don Guillermo Cano por su ecuanimidad frente al tratamiento del problema del narcotráfico, sino por su obsesión frente al fenómeno. Ni la bomba en El Espectador lo fue por algo diferente a la cruzada emprendida por este diario – entendible desde el punto de vista humano pero cuestionable desde el punto de vista periodístico– lo cual no es una convalidación de los ataques, sino –por el contrario– una muestra de cómo la falta de autocontrol de los medios y la falta de sanción a sus excesos provoca actos de fuerza para sancionarlos. Como no existe en el país un mecanismo para exigir responsabilidad a los medios, los particulares agredidos acuden a los mecanismos que disponen. Unos quitan avisos, otros cancelan suscripciones, otros ponen bombas.
El secuestro de algunos periodistas ligados al poder, ayudó a esclarecer el problema de los medios de violencia. Destapó su carácter elitista con la campaña de AÚN NO ESTÁN CON NOSOTROS. Las vidas del otro millar de colombianos secuestrados nunca han despertado una campaña de tal naturaleza. El secuestro de Francisco Santos no es analizado ni investigado por los medios. Hay un silencio protector. Se quiere hacer creer que en su oficio el periodista debe estar exento de los peligros de una guerra, a pesar de ser parte activa. La reacción de los medios es la de tratar con guantes de seda los temas relacionados con los secuestradores, como la extradición y su amnistía, lo que no hacían necesariamente antes de los secuestros. Se pretende que uno de los bandos no trate de utilizarlos cuando es claro que forman parte de uno de ellos.
Los ataques a los medios demuestran que es distinto afectar las fibras del pueblo que atacar la estructura del poder. Del poder de quienes construyen las imágenes que se vuelven verdades. Quienes secuestraron a Francisco Santos saben que con él tienen mejores posibilidades de obtener resultados, porque el influyente medio que representa asumirá otra postura ante el conflicto, como en efecto sucedió.
Los principales protagonistas de la violencia de hoy entraron en la lógica del poder de los medios. Los medios son víctimas de la violencia que engendran.
Por eso mismo fue asesinada Sylvia Duzán, en Cimitarra, junto con los tres dirigentes de la Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare. Ella murió por querer difundir la solución pacífica que proponían los campesinos de la India, solución que no le convenía a las fuerzas involucradas en la dinámica de guerra: los militares, los paramilitares, la guerrilla, los narcos.
Los dirigentes de la India creyeron que invitando a los medios para atraer la atención internacional crearían un cerco contra los atentados, porque una parte del mundo estaría observándolos. Recurrieron a la prensa internacional, porque la nacional no quiso inmiscuirse en el caso. A su turno, el bando antagónico a la paz, creyó que el mejor mecanismo para neutralizar esa política y alejar a los periodistas, era asesinando no sólo a los dirigentes que obstaculizaban la guerra, sino a la periodista que quería recoger las imágenes de un proceso de paz que dejaba sin función a los agentes de la guerra.
Lo absurdo del episodio es, según apuntan las investigaciones, que aparezcan fuerzas oficiales como cómplices del múltiple crimen, confirmando una vez más que al periodismo colombiano no lo respetan ni siquiera las instituciones oficiales, sino en la medida en que sirva a los intereses de quienes detentan las armas del Estado. Y el periodismo colombiano calla sobre su propia sangre y destrucción.
Sacerdocio moderno o vieja inquisición
El periodismo colombiano de los grandes medios, se asume como vocero social a pesar de serlo únicamente de unos intereses. Se coloca a sí mismo como el sacerdocio de los tiempos modernos. Decide cuál es la verdad y la predica, señalando la suya como la única vía de redención, sin que nadie le haya atribuido esa función, sin que se hayan establecido los mecanismos para controlar el ejercicio de ese sacerdocio, y sin que se hubiera ganado el derecho con un ejercicio ético a través de los años.
Por el contrario, ejerce un falso sacerdocio carente de principios uniformes. Sobreimpone el interés individual al interés social. El periodismo colombiano es un factor más de violencia. Es instrumento de un bando. Es un arma para hacer guerra, no es un arma para buscar la paz. Y encima de todo, como la vieja inquisición: juez, fiscal y verdugo.