¿Negociaciones para una nueva guerra?

El Espectador

Las hipótesis bajo las cuales la administración Gaviria provocó el inicio de la ofensiva militar de las Farc en diciembre último para crear condiciones efectivas de negociación, empiezan a funcionar. Puede que al revés de lo previsto por el gobierno. Pero sin duda -dentro del peligroso pragmatismo con que Gaviria orienta sus acciones de orden público sin tener un control real de las fuerzas de seguridad- está creando hechos que tienen que desembocar en una nueva fase de la guerra antisubversiva que no puede ser sino una de éstas dos: o se inicia la transición política de las Farc y el ELN hacia la civilidad mediante un pacto político, o se produce una gran escalada en la guerra.

La línea civil del gobierno que trata de participar en la definición efectiva de la política de seguridad interna, orienta sus acciones para producir una distensión de la guerra mediante acuerdos políticos (similares en la forma a los logrados con sectores de los narcos) que reduzcan la intensidad del conflicto mientras se ensayan fórmulas de convivencia con la CGN.

La línea militar, igual que durante el “proceso de paz” de la administración Betancur, está al acecho para impedir cualquier acuerdo político que implique un reconocimiento a la subversión no vencida y mucho menos una convivencia legalizada, que será la situación que se producirá como resultado de las negociaciones.

Los mandos militares no se oponen por una convulsiva vocación guerrerista, sino porque están convencidos de que el objetivo de las Farc y el ELN es el “poder total”. Por eso cualquier concesión que se les haga será sólo un peldaño menos que recorrer en ese camino. Aunque las fuerzas oficiales, que siguen premiando una pobre vocación de combate para defender a la ciudadanía de la subversión -a pesar de sufrir un número considerable de bajas y de humillantes y reiterados secuestros- y que sin presentar acciones efectivas para contrarrestar a la CGN, son el principal obstáculo para una negociación, porque serán las grandes perdedoras con cualquier reconocimiento que se le haga a la CGN.

Es obvio, porque en las negociaciones, aunque no se haya mencionado aún con claridad, tendrán que ofrecérsele a la CGN territorios para iniciar su proceso de desmovilización. Y no se trata de guerrillas derrotadas como el M-19 o el EPL que fueron instaladas en campamentos de tránsito mientras les llegaba la concesión de la amnistía o el indulto. El asunto territorial con las Farc y el ELN tiene otra dimensión política, y además una militar porque la seguridad en esas zonas deberá dirimirse en función de acuerdos con respecto a la fuerza militar oficial.

Como no ha sido derrotada, la CGN solicitará zonas para ejercer mando administrativo, político y de policía, para aplicar un modelo de orden social en las regiones que se les otorgue, dentro de unas pautas comunes, electorales y

constitucionales, que se podrán lograr antes de concluir el mandato de la Asamblea Constitucional. Por las zonas geográficas que controlan, marginales en general y donde el Estado jamás ha ejercido su autoridad, será una concesión factible para el poder civil. Pero el problema central para un hipotético acuerdo de esa o cualquier naturaleza sigue siendo el mismo de siempre.

¿Entregarán sus armas los últimos guerrilleros del país sin una depuración de las Fuerzas Armadas y las de Policía? ¿Aceptará la CGN que las zonas donde eventualmente se desmovilizará sean controladas militarmente por el ejército oficial? De nuevo, como el Estado y sus organismos militares no han derrotado a la CGN, es difícil creer que una negociación no tenga que pasar por el tema de las Fuerzas Militares y de la política de seguridad nacional, el mismo tema que olímpicamente la Asamblea Constitucional continúa desconociendo a pesar de ser la búsqueda de paz y el gran desorden público, el gran motivo para convocarla.

Es normal suponer que si existe un ejército enfocado en combatir la subversión y ésta desaparece por acuerdos políticos, la misión militar de ese ejército deba reenfocarse. Porque, si bien para la mayoría de los analistas es claro -y los resultados lo demuestran- que el ejército regular no está combatiendo, sí tiene una “excusa” política para hacerlo: el paramilitarismo. Es una estrategia utilizada por el Ejército no como rueda suelta del poder (aunque el poder civil quiera presentarlo así) sino por el Estado colombiano para derrotar a la guerrilla. Aunque el gobierno se niegue a aceptarlo, de hecho sabe -como lo sabe todo el mundo- que es la política que en la práctica siguen sus Fuerzas Armadas y como no ha sido suspendida por el Presidente teniendo las facultades para hacerlo, es necesario concluir que en el fondo la adopta mínimo como una herramienta táctica para neutralizar a la guerrilla. La diferencia es que con ella el Ejército espera derrotar a la guerrilla mientras que el gobierno civil usa la amenaza del paramilitarismo para forzarla a negociar bajo sus condiciones.

En el mundo de guerras irregulares de hoy, a nadie le cabe duda de la efectividad del paramilitarismo. Es una fuerza por fuera de los controles y las limitaciones de un Estado de derecho, que actúa sin que los organismos estatales sean responsabilizados por sus prácticas irregulares, propias de la subversión y de quienes deciden colocarse por fuera de la legalidad. Es la respuesta que la guerrilla forjó y le llegó en su propio terreno. Y tiene otra cualidad: involucra a la población civil a su favor (a las buenas o a las malas), mientras que el Ejército regular la afecta en su misión de protegerla.

Las negociaciones en ese contexto podrán llegar a un círculo vicioso como el de El Salvador. La CGN no se desmoviliza mientras no se depure el Ejército. El Estado no abandona la política paramilitar mientras la guerrilla no se desmovilice. Así, mientras prevalezcan esas posiciones, parece un imposible práctico lograr una negociación que conduzca a la paz. Porque para la CGN no habrá seguridad si no se producen transformaciones en los organismos de defensa del Estado. Aduce que al desmovilizarse y suspender su accionar bélico desaparece la “amenaza subversiva” y por consiguiente debe haber una correspondencia en las fuerzas de seguridad del Estado, que también deberán readecuar su misión institucional ante la eventual

transición de la guerrilla a la legalidad. Ahí es donde el poder civil de la administración Gaviria tiene que entrar en juego y tomar una decisión. ¿Cuál es su política militar?

¿Gaviria, como sus antecesores civiles, sufre del síndrome del temor reverencial del poder civil frente a las Fuerzas Militares? ¿O está de acuerdo con su política? El efecto de que sea lo primero o lo segundo en una negociación es determinante. Porque si su política de paz -como la de Betancur- no la asumen de hecho los militares y continúan aplicando la propia pensando que es la más conveniente para la Nación, así vayan en contravía del mandatario de turno, poco avanzará hacia la paz el país. La evasión del problema militar sólo conducirá a que el Estado adopte la política más cohesionada -la de las Fuerzas Militares- que llevará a una escalada paramilitarista.

De la escalada resultará un gran baño de sangre civil, que se producirá una vez fracasen las negociaciones porque los dos bandos estarán llenos de argumentos para escalar la guerra irregular. La primera consecuencia será un desproporcionado aumento de las víctimas porque ésa es la lógica de la guerra y es lo que viene después del fracaso de unas negociaciones: acción militarista redoblada para demostrarle al enemigo lo equivocado que estaba, para forzarlo de nuevo -después de demostrar su fuerza bélica- a llegar otra vez a la mesa de negociaciones a transar lo que no quisieron transar sin cien o doscientos mil muertos más. O a rendirse, con los mismos cien o doscientos mil muertos más.

¿Será que Colombia está destinada a padecer hasta el próximo milenio estas obtusas guerras intestinas, sin que ninguno de los bandos o microbandos armados, ni de los movimientos civilistas sea capaz de lograr un orden de convivencia aceptable para todos?

Ramón Jimeno

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