Paz, guerra y campañas
En los últimos cinco años, el gasto militar del gobierno ha sido de $ 5760 millones de dólares. En ese mismo periodo, 120.000 colombianos han muerto como resultado directo de hechos de violencia. A estas cifras, se le deben sumar las de daños materiales y lucro cesante, así como cuantificar el efecto desinversión y la repetición del gasto público. Sumando lo anterior, se llega a una aproximación del costo que implica convertir los conflictos sociales en enfrentamientos violentos. Pero aquí no paran las cifras.
Como se trata de conflictos armados internos, para estimar el costo real es necesario sumar la inversión que hacen los adversarios y enemigos del Estado para mantenerlo en la actual conmoción. La mayoría de los bandos armados que enfrentan al Estado o están por fuera de su limitada influencia, pagan los costos de sus guerras apropiándose de parte del ahorro interno.
En efecto, además de tributarle al Estado para que los defienda, los generadores de la riqueza interna mantienen contra su voluntad a la guerrilla, con los recursos que ésta les sustrae. Al mismo tiempo, el sector productivo asimila el costo material y humano del despojo de la delincuencia común, que así se le recargue al consumidor final, lo acaba pagando el país. Como si fuera poco, la mal llamada “gente de bien”, cubre los sobrecostos de establecer alguna seguridad privada que le supla en algo la ausencia de defensa pública.
Los aportes en costos por el narcotráfico son distintos. La gran utilidad de ese sector se causa en el exterior y lo que hacen es importar un grueso volumen de dinero al país. En este sentido, el costo de su guerra no se paga con ahorro interno, al igual que la parte de ayuda externa militar que recibe el gobierno. Una actividad ilícita con aquel nivel de recursos, obliga a su turno a cuantiosos gastos en seguridad por parte del Estado (fuerzas especiales, radares, equipos electrónicos, helicópteros, etc.) sin contemplar el desgaste institucional que se produce al aumentar la corrupción oficial y debilitar las estructuras democráticas.
A nivel de análisis, es útil contemplar que mientras el gasto en seguridad que realizan los narcos es inherente a su actividad y lo asumen como parte de los costos ordinarios del negocio, para que el Estado mantenga la amenaza narco controlada, requiere una inversión extraordinaria que surge en su gran mayoría del resto del sector productivo.
Y un costo que no puede dejar de contemplarse es el debilitamiento de la democracia. Cuando el Estado enfrenta conflictos como el derivado de las actividades narcos o el de la propiedad raíz en el agro como un problema de uso de la fuerza, debilita las instituciones y los principios democráticos del Estado de Derecho. Y esto ocurre cuando el gobierno establece legislaciones especiales antiguerrilleras y antiterroristas, procedimientos judiciales que son exabruptos jurídicos (jueces y pruebas secretas, arrestos y allanamientos sin órdenes judiciales), o cuando suspende garantías como el debido proceso, y le entrega a autoridades militares y de policía atribuciones judiciales.
Todo esto significa un gran retroceso de las instituciones de un Estado de Derecho, que quedan suspendidas y son reemplazadas por las de un estado de excepción, autoritario y arbitrario por naturaleza.
Si bien el gobierno nacional sustenta ese costo democrático en aras de equilibrar y neutralizar la amenaza que generan la guerrilla y los narcos para la estabilidad del Estado, el costo que el país paga para defender el Estado de Derecho con el método de la guerra y la extrajuridicidad, es la pérdida de democracia. Por eso, dirigentes sindicales de Telecom y de Ecopetrol, al igual que Higuita, van a parar a la cárcel por realizar actividades que no se pueden interpretar como delitos en un régimen democrático. Mientras los secuestradores están libres, y los terroristas, guerrilleros y delincuentes activos en las calles, los civiles pagan con la suspensión de sus derechos y el atropello institucional, el costo de tratar los conflictos con el uso de la fuerza y bajo un estado de excepción.
Y mal podría dejarse por fuera en el análisis de costos el precio mayor que pagan los civiles: la pérdida de vidas humanas. No es sólo el dolor, la rabia, el vacío y los odios que generan y siembran las muertes violentas. ¿Cuánto conocimiento, experiencia y capacidad productiva perdió el país con la desaparición del centenar de cerebros que perecieron en el avión de Avianca volado a fines de 1989? ¿Cuándo se recuperará el conocimiento, la capacidad empresarial y la intelectual de quienes sucumbieron en ese bombazo o en cualquiera de los que han venido después? Lo que dejan de hacer y producir las víctimas durante la vida útil que les quedaba, es un costo que paga la nación. Cada vida que se pierde en los conflictos, significa la pérdida de la inversión que se hizo en ese individuo en educación, salud, alimentación, para que en su edad adulta generara una riqueza que ya no producirá.
Así mismo, ¿cuánto vale el retraso que se le produce a los cien mil jóvenes, en su formación y en el inicio de su capacidad productiva, cuando son obligados a prestar el servicio militar? Mientras en el resto del mundo donde avanzan las democracias el servicio militar se ha convertido en uno voluntario y profesional, en Colombia se sigue sustrayendo por la fuerza a los jóvenes para someterlos como esclavos a prestar servicios forzosos que poco contribuyen a su formación productiva. Algo similar ocurre con los guerrilleros y las bandas juveniles de sicarios al servicio de los narcos, atraídos a una militancia guerrera por ideas o por buenas chequeras.
A pesar de todo, ni la guerra ni la paz ni la seguridad interna figuran hasta ahora como temas importantes de la campaña presidencial. Los candidatos permanecen silenciosos, esperando que lleguen las elecciones, toreando el tema de la inseguridad interna con la misma suerte y destreza que lo hace César Rincón en el ruedo ante los toros.
Los silenciosos candidatos suponen que el país está tan cansado de guerrear como de buscar la paz. Y por eso consideran que lo mejor es dejar las cosas quietas. Las encuestas muestran que a la gente ya no le interesa ni la suerte de Pablo Escobar ni los cercos semanales que el Bloque de Búsqueda le teje al hombre invisible; que la guerrilla es anacrónica, que no quiere negociar y que no se la puede vencer; que es imposible depurar la Fuerza Pública y sancionar a los responsables de los excesos; que la delincuencia es imparable y se ampara en la ineficacia y la corrupción al interior de las autoridades; que los paramilitares son eficientes; que el terrorismo es inevitable y que la justicia especial es inderogable.
Todo esto significa un gran retroceso de las instituciones de un Estado de Derecho, que quedan suspendidas y son reemplazadas por las de un estado de excepción, autoritario y arbitrario por naturaleza.
Así, la lectura que los candidatos hacen de las encuestas es que el ciudadano colombiano es razonable, tolerante y aguantador frente a la violencia; y que los electores prefieren no agregar riesgos a los ya existentes buscando soluciones al desangre. De esa manera los votantes, como los candidatos silenciosos de hoy, llegarán a la paz de los sepulcros con la plena conciencia de que su viaje terrenal sobre la República de Colombia, pudo ser peor. O sea, en la política electoral están en pleno furor las tesis cristianas: el programa consiste en esperar la muerte, porque entonces sí se podrán compensar los sufrimientos en esta vida.
Tal vez por eso mismo los precandidatos dan el ejemplo de la vía a seguir en asuntos de seguridad: en vez de acudir al CAI más cercano, páguele promesas al Divino Niño, pídale que a los sicarios les falle la puntería o se les ablande el corazón en el momento final; rece porque las bombas estallen en otra cuadra (y preferible en otra ciudad); ore para que la guerrilla se tome otra cabecera municipal, secuestre a otro empresario y boletee en otra región; y pídale a la Divina Providencia que instalen los CAIs en otro vecindario y que los Pepes le hagan algo a don Pablo antes que don Pablo a usted. Hágalo, acuda a las autoridades divinas en busca de seguridad porque las terrenales y en particular los dirigentes del país, decidieron que ese servicio a ellos no les corresponde brindarlo. Vivan los candidatos.