Prepárense para la aburrición
La reiteración publicitaria de la imagen del presidente Gaviria, que se sostiene más gracias a los medios masivos de comunicación que a un análisis racional de su gestión, recuerda el tema del monopolio de los medios. En particular el del monopolio mental en los medios.
Las programadoras estaban de acuerdo antes de la licitación, en que quien otorgaba los derechos para competir por parte de los 40 mil millones de pesos que se invierten en publicidad cada año, tiene que ser un gran tipo. Ergo, el tío César es un gran tipo. Su gobierno es grande, su cabeza es grande, como su visión histórica.
Para las programadoras es un deber hacer que los demás piensen, como los favorecidos en los horarios triple A, en los que el minuto de publicidad vale 3 millones y medio de pesos. Aunque la inversión de un dramatizado de una hora, para que el rating responda y la publicidad llegue, es de un mínimo de 11 millones de pesos y puede superar los 30 por capítulo, según la escala económica de la empresa.
En cambio, los que salieron afectados con la licitación, porque les adjudicaron los peores horarios para anunciar, consideran ahora que el jefe de gobierno no es tan sabio para gobernar, o por lo menos para repartir privilegios. Pero están marginados de los espacios en donde sus críticas tendrían peso si las hicieran con la cabeza fría de un politólogo francés.
Lo cierto es que el monopolio del Estado sobre la televisión y la radio termina siendo el monopolio del gobierno de turno, y que este monopolio le hace daño a la democracia, ya que impide el acceso de muchos sectores sociales y restringe el flujo de las diversas interpretaciones sobre cualquier tema social. La tendencia es más bien a alinearse con la política y la línea oficial, o de quienes tienen poder para influir sobre el poder. La sociedad pasa a un segundo plano, y lo que piensen los actores sociales por fuera de los medios también pasa a un segundo plano.
Lo peor es que con la moda del neoliberalismo muchos creen que la privatización total de los medios electromagnéticos es la solución para la arbitrariedad del monopolio estatal. Sin embargo, es muy probable no sólo que la privatización conduzca al monopolio dentro del sector privado, sino que la televisión se utilice tan arbitraria y tan antidemocráticamente como bajo la tutela del gobierno (o supuestamente del Estado).
Para evitar uno u otro mal, se tejen todo tipo de mecanismos y se proponen controles o institutos para regular lo irregulable. En Inravisión, por ejemplo, al amparo de la nueva Constitución, sus altos directivos preparan con cierta reserva el desmantelamiento de este centro, para cederle casi todas sus funciones al sector privado, y acabar de paso con los inconvenientes que les causa el aguerrido sindicato. No prevén –¿o no les importa?– que las cuantiosas inversiones que requiere la programación de televisión llevaría a que dos o tres grandes compañías acaben comprando a las restantes.
De avanzar esa política, tendríamos una privatización que favorece el monopolio de la televisión, un servicio que debe estar al alcance y para el beneficio de la comunidad y no únicamente para el de un pequeño grupo de particulares. No sólo porque éstos se beneficiarán gracias a la inversión que a través de sus impuestos han pagado millones de colombianos para construir la infraestructura, sino porque se le sustrae a la comunidad la posibilidad de tener un mínimo de manejo de ese espacio vital que todos los días invade las casas. Además, los monopolios que se vislumbran ni siquiera habrían surgido de la sana libre competencia, sino de los favores del Estado, lo que da lugar a creíbles cuestionamientos sobre la ética que aplicarían en el ejercicio del poder como el que se deriva de un medio masivo como la televisión.
Sin embargo, lo más grave de la monopolización de la televisión es que le sustrae a la comunidad la posibilidad de contar con una de las herramientas esenciales de la democracia moderna, como es el acceso a los medios. Si hoy en día no existe todavía ese acceso democrático ni se ejerce siquiera el derecho a la información, pues mucho menos se llegará bajo el modelo del monopolio privado. Además, como los monopolios colombianos no son conglomerados en los que participan miles de accionistas, o miles de trabajadores con voz, sino que son propiedad de un puñado de personas, es normal que éstas manejen sus bienes (la televisión sería apenas otro) a su único y personal juicio. Se elimina de raíz el sano debate que se deriva de la diversidad, necesario sobre todo cuando los medios existen para ser los mediadores entre el conjunto de la sociedad.
Distinto sería que el Estado (¿el gobierno de turno?) conservara sus canales y liberara las restricciones para que los conglomerados abrieran sus canales. Allí quedaría la opción democrática de una televisión bajo control estatal para el servicio de la comunidad, para que quienes tienen una visión de la sociedad diferente a la de los dueños de unas grandes empresas, puedan expresarse, sin tener que recurrir –por ejemplo– a la violencia para ser oídos en las esferas del poder.
Si el país quiere tener medios que sirvan para la sana crítica que le lleven el pulso de la nación al poder cuando toma medidas que paralizan la economía o cuando decide por su cuenta y riesgo estimular una guerra absurda, es mejor presionar. Presionar para que los medios se democraticen y para que no sigan ejerciéndose como ejes de un trasnochado poder, como si viviéramos bajo un régimen comunista, de los que han caído sobre todo por falta de espacios democráticos para que la ciudadanía se exprese.