“¡Y no llueve, doctor…!”
Mientras las conversaciones de paz se avecinan, las interpretaciones sobre el fenómeno de la violencia siguen siendo tan diversas como sus expresiones. Por ejemplo, mientras en muchos sectores urbanos se considera que la guerrilla está tan derrotada políticamente que su opción es negociar su reinserción a la vida civil, en los alejados del centro de poder su presencia y la ausencia de una fuerza pública muestran una subversión sólida y en crecimiento.
El departamento del Cesar es uno de los casos. El ELN mantiene actividades en la mayoría de los 24 municipios. Allí se ha convertido en el contralor de la actividad de los alcaldes. Los vigila para que cumplan con los compromisos adquiridos con la comunidad, para que inviertan el presupuesto tal como se acordó, para que no hagan contratos en beneficio personal… En fin, supervisan la gestión administrativa y sancionan al funcionario que se desborda. Son un pequeño Estado que cumple funciones para la comunidad utilizando su arma esencial: la intimidación. El otro Estado, el formal, no tiene capacidad para garantizar que los funcionarios que lo representan en las comunidades ejerzan el cargo dentro de los parámetros del servicio público. Lo interesante de la política del ELN es que su control sobre los funcionarios no se deriva de una política aislada, sino de un plan concertado, de ejercicio de la soberanía según sus conceptos. En términos generales, se trata de hacer una concertación local entre las fuerzas y acordar un plan de desarrollo. Agricultores y terratenientes se reúnen y discuten junto con trabajadores y autoridades civiles el plan de desarrollo e inversión de los recursos públicos. Lo acuerdan junto con la guerrilla, o acuerdan un impuesto semivoluntario en el que parte de las utilidades de los empresarios se destinan a la creación de microempresas para desempleados, en forma de cooperativas de manera que constituyan una solución a la actual crisis algodonera del departamento.
Esa forma particular y nueva de la guerrilla para ejercer y desplegar su ejercicio político armado, rompe los parámetros dentro de los cuales la anterior dirección del proceso de paz quiso enmarcar el proceso: demuestra que hay unos niveles de control y de acción política prácticos -que están más allá del aparente desprestigio político que se origina en la crisis de los modelos soviéticos-, y cómo el fenómeno de la violencia guerrillera desborda las interpretaciones a veces simples de los analistas de la capital.
Si además se suma la ausencia de la fuerza militar del Estado, que a pesar de las amenazas del ministro de Defensa Civil continúa concentrada en la cacería del líder de las Farc, la guerrilla tiene motivos para creer que de las negociaciones puede y debe obtener mucho más de lo que la imaginación pública cree.
Si bien es cierto que la guerrilla o la CNG no está en capacidad de tomarse el poder, también lo es que ejerce una soberanía relativa en amplias zonas rurales del país, en las que la ciudadanía acepta mal que bien su autoridad. Y más cierto, que las fuerzas militares no han demostrado capacidad operativa para que se repliegue en el terreno de combate y en las mesas de negociaciones.
De allí que también las interpretaciones de la actual fase de violencia le presten poca atención a la expansión de las nuevas formas paramilitares y de autodefensa que se gestan contra la guerrilla ante el silencio del gobierno. Es claro que ya no es una política oficial de la institución armada. Pero el que no lo sea no impide que los civiles asuman esa forma de defensa de sus intereses ante la creciente presencia guerrillera que los acorrala con secuestros, boleteos, etc.
De allí que el país de nuevo esté dividido en dos. Los que por diferentes circunstancias se someten o aceptan la autoridad local de la guerrilla, y los que por diversos motivos han asumido formas de defensa armada para alejar a la guerrilla.
Así las cosas, no hay que crearse grandes expectativas por Caracas II, a pesar de la gran voluntad que pueda tener Horacio Serpa de prestarle el servicio al país, ya que existe una gran dificultad objetiva para que en una mesa de negociaciones se pueda detener la confrontación. En parte porque es poco lo que puede ofrecerle, gobierno o Estado, a una eventual guerrilla desmovilizada.
Y se trataría de cederle a la CNG un espacio del ponqué del poder. Hacerlo implica negociar con ellos, adquirir y acordar planes de desarrollo, de inversión, de reformas políticas. Es decir, tener un interlocutor que hoy en día no existe. ¿Hay disposición entre la clase dirigente y los partidos políticos de ceder ese espacio? Es claro que a la CNG no la neutralizarán con un ministerio, y que desde los años 50s en el país no hay interlocutores sino un mismo frente al ejercicio del poder.
Así es que en las negociaciones de Caracas II, la guerrilla buscará de nuevo la aceptación de ese espacio político, no porque se firme en un papel, sino porque esa expectativa sería uno de los pocos incentivos que tendrían quienes no han sido derrotados en los campos para entrar a la lucha política legal. Tampoco quiere decir que la única opción sea derrotarlos por la vía militar, sino que como en el caso de El Salvador, los dos bandos tienen algo que ceder, unas reformas que hacer si quieren firmar la paz y volver a caminar por las mismas calles sin dispararse al reconocerse.