La información en estado de conmosción
El país está conmovido, según el gobierno. Y según el Congreso que le dio visto bueno para declararlo así, aunque lo hizo sin que la conmoción estuviera reglamentada. Ese vacío le permitió al presidente dictar decretos con absoluta libertad, inclusive para restringir la libertad de información. Libertad de la cual sólo gozan los mandatarios de regímenes autoritarios, donde la ley son ellos porque la dictan sin contradictor alguno.
Casi un año después, el Congreso reglamentó el uso de los Estados de excepción. Y lo hizo acogiendo la interpretación del mandatario, a pesar de los esfuerzos de unos pocos parlamentarios -en especial de Bernardo Gutiérrez- para que se adoptara una versión menos antidemocrática. Hoy, el gobierno puede impedir que la radio y la televisión divulguen informaciones que a su juicio puedan “generar un peligro grave e inminente para la vida de las personas, o incidir de manera directa en la perturbación del orden público”.
Es difícil imaginar situaciones -en una democracia- en las que la información sea la generadora de graves peligros para las personas o la responsable de perturbar el orden. En sentido estricto, son los hechos mismos los que perturban o amenazan, y no su divulgación. Cuando la divulgación de un episodio grave amenaza a un Estado o a una sociedad, esto ocurre por el peso mismo del hecho que se divulga y no por el hecho de ser divulgado.
Sería infantil afirmar que el 9 de abril se desencadenó porque el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán se divulgó a viva voz desde la carrera séptima. De acuerdo con los ideólogos, si se les hubiera prohibido a los ciudadanos gritar “mataron a Gaitán” se habría parado el levantamiento. Tampoco ocurrieron los desórdenes porque unos estudiantes se tomaron la Radio Nacional para dirigir a la turba. Los episodios del 48 ocurrieron porque el nivel del pueblo que conoció la noticia daba para reaccionar de esa manera y porque el nivel de los dirigentes del país en ese momento no dio para controlar la situación de otra manera.
Así se podrían seguir citando miles de ejemplos. Los hechos no ocurren porque los medios los divulguen ni sus efectos se generan por la divulgación en los medios. Al menos en las democracias. Tratar de impedir que se conozcan hechos graves es como tratar de impedir que el agua corra desde las montañas hasta los ríos, por muy polucionada que llegue al mar. Los pueblos tienen el derecho a estar informados y los gobiernos democráticos tienen la obligación de permitir que sus pueblos se informen por mucho daño que produzca el hecho de estar informado. Que los medios impongan verdades que no lo son, traicionando la confianza que depositan en ellos para que les cuenten la verdad, es un asunto diferente.
Lo que ocurre con la divulgación masiva de los hechos de orden público es que dificultan la manipulación de los efectos por parte del Estado. El amenazado con la información es el gobernante del Estado, no la ciudadanía. Si la ciudadanía no sabe lo que ocurre, tampoco sabe reaccionar y se mantiene a la expectativa, facilitando la acción del gobierno, el único que conoce lo que ocurre. Por el contrario, si la ciudadanía se informa, reacciona y afecta la actuación del gobernante.
Entonces, lo que se quiere evitar al censurar la información masiva es que la ciudadanía intervenga en los efectos. Por eso las dictaduras usan la censura. Para evitar la intervención del ciudadano. Si para combatir una amenaza subversiva el gobierno allana miles de residencias y detiene centenares de personas y lo hace sin que la comunidad se entere de manera masiva, le será más fácil a ese gobierno seguir actuando así hasta que según su criterio conjure el peligro. Pero eso lo hacen los dictadores, no los gobernantes democráticos.
Si por el contrario, la ciudadanía se entera de lo que hace el gobierno, lo más probable es que ocurra una reacción que lo obligue a suspender -o a continuar- las prácticas arbitrarias que afectan no sólo los derechos de quienes acatan las normas del Estado. Que ocurra o no la reacción pública, y que se dé en el sentido que lo desee el Estado, es el riesgo que los gobernantes democráticos están obligados a tomar y es un derecho que las sociedades modernas luchan para consagrar.
Está demostrado que la censura se aplica por regímenes que no creen ni confían en sus ciudadanos. Ni en ellos, ni en su capacidad, ni en su madurez, ni en su racionalidad. Por eso les ocultan la verdad. Y por eso los autoritarios se atribuyen a sí mismos la posesión y el monopolio exclusivo de la verdad y de la acción correcta, tratando de impedir que en las decisiones participen los ciudadanos. Por ser ignorantes, incapaces, torpes.
Sobre esa hipótesis, los autoritarios consideran legítimo suspender derechos de la ciudadanía, como el de estar informado, o al debido proceso, o el mismo derecho a la vida. Esa suspensión de derechos también se sustenta por los autoritarios en que el monopolio de la información sobre los hechos que generan el desorden público, facilita la acción al Estado para contrarrestar al enemigo. Y en que si los generadores del desorden se informan de los que hace el Estado, o de cuánto conoce el Estado sobre ellos, le facilita continuar sus acciones delictivas. Aún si esto fuera cierto, ése es el costo que debe pagar la democracia para ser.
En la toma del Palacio de Justicia, por ejemplo, la suspensión del rol de los medios masivos, sin duda facilitó la libre acción del Estado. Pero de acuerdo con todos los tribunales de justicia que han fallado el caso, el Estado se desbordó de tal manera que fue su accionar -inspirado en la autoconfianza de actuar correctamente- la que generó la tragedia y el mayor número de víctimas, y no la acción misma de la guerrilla a pesar de ser la originante del grave hecho.
Si los medios electrónicos hubieran seguido la transmisión de lo que ocurría adentro y fuera del Palacio, sin que la censura oficial se los hubiera impedido, la ciudadanía habría tenido tal vez la oportunidad de conocer los graves hechos y habría podido reaccionar para impedir que el Estado se desbordara. El gobierno habría actuado de manera democrática hasta en el uso de la fuerza -hasta el uso de la fuerza puede ser democrático- y aun si los rebeldes hubieran ganado esa batalla, la habría ganado más la democracia. Pero después del Palacio de Justicia, lo que se fortaleció fue la violencia, porque la acción del Estado le indicó al ciudadano que no se aplican normas para respetar la vida de los civiles cuando ocurre una amenaza grave contra el orden público.
Puede que los rebeldes, los terroristas o los delincuentes ganen los hechos que crean, pero aunque esto ocurra se gana en democracia. No sólo porque el ciudadano conoce la dimensión real del peligro que genera quien amenaza el orden, sino porque el Estado está obligado -ante la vigilancia pública- a reaccionar dentro de los principios del derecho que le dan su legitimidad y la de uso de la fuerza. Lo que fortalece la democracia no la debilita.
Ocultarle a la Nación los graves hechos que ocurren, restringiendo el derecho a estar informado, es dudar de la legitimidad del Estado y, por ende, dudar del respaldo de la sociedad que le ha delegado el uso de la fuerza para combatir la rebeldía, el terrorismo y la delincuencia con las armas de la democracia y no con las del autoritarismo. Los principios de un Estado de Derecho no pueden suspenderse por conveniencia o interpretaciones políticas coyunturales, porque así el gobernante desvirtúa su esencia y con ella la precaria legitimidad de un Estado como el colombiano. Al restringir el derecho de información, el Estado se coloca al nivel de sus enemigos porque como ellos, se arroga el derecho a suspender la democracia.